jueves, 7 de diciembre de 2017

Crítica Literaria: “El Cristo gitano” o la misión era matar.

El Cristo Gitano, 2016
Nicolás Cruz Valdivieso (1981)
Emergencia Narrativa Ediciones.

230 páginas.
Por Gonzalo Schwenke (1989).

Las políticas de la postdictadura como el consenso para asegurar la estabilidad de la democracia y establecer los alcances de la justicia a través de las instituciones han derivado en la memoria rígida y oficial, mientras que la memoria subterránea ha sido relegada, pero cada cierto tiempo pone en crisis los discursos para exigir Verdad y Justicia. De dichas políticas gubernamentales han promovido una sociedad individualista y liquidada por el consumo del mercado neoliberal.

El Cristo gitano (2016) de Nicolás Cruz Valdivieso, relata la historia de Ezequiel, un niño huérfano y líder de la banda de alumnos en el colegio —“Los narices negras”—, educado por los curas católicos en un internado alrededor de 1940. Posteriormente, huye después de castrar a un compañero, y debe sobrevivir en la ciudad de la manera más precaria y cruda. Aquí bien podría hacerse el paralelo con las primeras páginas de la novela El roto, de Joaquín Edwards Bello, por la miseria y la necesidad de los niños que deben robar para subsistir en la urbe. De esta manera, el protagonista vivirá en el cementerio gitano (aledaño al Cementerio General) donde la población lo reconoce como el Cristo porque en el cuaderno llamado “Archivo de las almas” describe las almas de quienes van a morir en aquel lugar. Este mismo objeto permitirá que los agentes de la dictadura lo lleven al centro de tortura Villa Raulí, donde Ezequiel conocerá al despreciable Búho, delator y torturador que esconde un pasado que los une.
En los diez capítulos y 230 páginas de El Cristo gitano, se conjugan el realismo sucio y el hiperrealismo. El narrador testigo actúa como cronista, para elaborar un relato donde nada está de adorno. Aquí están presentes los acontecimientos, en imágenes concretas y breves, sin mayores descripciones, o el diálogo directo para otorgar un alto grado de verosimilitud a los hechos más horrendos.
Por otro lado, la violencia y la orfandad de Ezequiel, desde la enseñanza en el Internado Católico de la Nación hasta el placer por la tortura en Villa Raulí, son parte de la temática del dolor que cruza todo el volumen. Estos dos aspectos se desarrollan sin faramallas mortuorias y donde el morbo alcanza un alto nivel político, ya que ante la negación constante o las formalidades respetuosas en torno a la memoria, el autor expone en dos capítulos continuos —“Los árboles enfermos” y “El artista de la desgracia”— los métodos de tortura, donde se produce la sororidad de las prisioneras más experimentadas hacia las nuevas: “Deben pelear por neutralizar las voces que el dolor y la humillación siembran en sus mentes. Tapar con aullidos las voces de los torturadores y las propias voces que van quebrando el espíritu, hundiéndolas en la culpa, el asco y la autocompasión (124)”. El diálogo y el afecto se hacen imprescindibles en estos escenarios cruentos. De este modo, la resistencia va tomando color en medio del horror y los métodos más duros de tortura, como la violación, quemar la piel, la utilización de perros y ratones para romper órganos genitales y electrocutar en áreas blandas a mujeres.
Esta novela instala la idea de que Chile es un largo territorio lleno de cuerpos que fueron violentados de manera sistemática. Luego, subyacen los distintos dilemas y complejidades de las circunstancias en el campo del horror: la delación de la flaca Alejandra después de pasar por la tortura, la necesidad de exhibir el morbo mortuorio para comprobar los hechos, el robo de guaguas a los perseguidos para ser adoctrinadas. Toda esta estructura del dolor no tiene como fin buscar una solución o una escritura catártica, sino evidenciar la definitiva derrota de los sacrificados y reflexionar sobre el pasado.
El ahogamiento, la dependencia, la humillación, coartan cualquier ápice de libertad o de justicia: “Al primero lo acribillaron por la espalda, después de obligarlo a correr. El segundo tenía problemas mentales y lo mataron a punta de culatazos por no poder estar con las manos atrás del cuerpo y la frente apoyada contra la pared, como un soldado le ordenaba (77).” Así, el silencio y el recuerdo de las sensaciones más cálidas de los prisioneros son parte de esta resistencia al operativo sistemático de aniquilar al enemigo.
El protagonista se hace fundamental dentro de Villa Raulí. No solo es un personaje, es la interpelación a la sociedad chilena traumatizada y liquidada: “‘No puedes olvidar’, se repite, con el corazón inflamado, concentrado en grabar cada una de las letras, unir ficha y cara, cara y ficha, hasta que sean una sola cosa en la hoja en blanco de su mente (…) ‘¿Qué será de ellos si olvidas?’, se repite Ezequiel” (78). El acto de recordar permite un sitio de encuentro frente a cuerpos cercenados, mutilados y desaparecidos. Por lo que los sobrevivientes son aquella parte del sentido que el pasado contiene y los testimonios son parte de la historia nacional que se hace presente todos los días.

El Cristo gitano, construido en terrenos de la ficción, la historia y la memoria, presenta una voz cronista que subvierte los discursos institucionales, colocando en relieve el origen del trauma y las complejidades de la derrota durante la dictadura. Nicolás Cruz Valdivieso no se instala en la numerología de la economía pujante, sino en la causa del trauma, en el imaginario social que actualmente está tapado por luces de neón y crédito para comprar el pan.

Crítica Literaria: Changüitad (2016) o las postales del sur

Changüitad
Sergio Mansilla (Achao, 1958)
Ofqui Ediciones, 2016.
91 páginas.



Por Gonzalo Schwenke

Profesor y Crítico Literario.

Dos son los talleres literarios que durante la década del setenta agrupó a escritores presentes en Chiloé: el taller Aumén (Castro, 1975) y el taller Chaicura (Ancud, 1976). Estas reuniones efectuadas durante la dictadura cívico militar permitieron el trabajo reflexivo de una generación de literatos que han puesto en valor la identidad y la cultura chilota de aquella zona que ha resistido culturalmente a la ideología neoliberal en tanto territorio aislado de lo continental.
El poemario Changuitad (2016) está dividido en seis capítulos donde convergen versos, prosa poética y crónicas, situándose en el sur de Chile y generando la problemática de estar arraigado en territorios alejados de las vicisitudes de la metrópoli. La poética de Mansilla dialoga con la poesía de Jorge Teillier, porque en algún momento las poéticas coinciden en la búsqueda del regreso al pasado o lugar de origen para recobrar la memoria.
El volumen lírico tiene por objeto el mito del eterno retorno que consiste en la posibilidad de revivir aquel momento que ha sido vivenciado y que luego el viajero lleva en la memoria que le permitirá regresar al lugar de pertenencia de manera ficticia. Por lo que el retorno no existe menos en los términos que se esperan: “Debo llevar mi casa y mi tierra/ de infancia/ en lo más íntimo de mis venas, / debo ocultar lejanías indescifrables/ mi espacio de lluvias surcado/ de barcos y relámpagos” (13). Esto deriva en el más profundo anhelo por volver a la casa. En dicho deseo predomina el fracaso, ya que no se vislumbra futuro, por lo que el recuerdo se ha fosilizado: “La realidad no fue como la recordamos. Nada es como creemos que es. Por eso me gustaría volver al país de la infancia, en Changüitad, ese país que recuerdo” (69). La condición de nostalgia —que es a su vez el desgarro— la podemos observar en la poesía lárica, donde se evidencia la permanente necesidad de reapropiarse del pasado, pero el hablante de Changüitad no se queda solamente en lo lárico sino que desarrolla un discurso crítico ante el despojo y la explotación frente a la globalización.
Situada geográficamente en la isla grande de Chiloé, la cultura chilota que contiene un relato mestizo, que transita entre lo mítico, lo religioso y lo histórico, ha fundado una autonomía frente a lo urbano/continental, pero que se ha visto imposibilitada de construir una independencia regionalista en la isla grande. Dicho abandono ha permitido que las políticas neoliberales exploten a destajo los bosques, las playas y los mares. Así se señala al inicio del poemario: “En medio de la niebla/ oímos/ el murmurar de las playas, ahora empobrecidas, / saqueadas, cerradas con alambres de púas/ por Transnacionales” (15). Entonces, retomar el pasado configura un acto de resistencia frente a los cambios que se producen y que el mercado domina.
El hablante, cronista de un tránsito histórico, deja constancia de la gente que habita en las islas, muchas de ellas pertenecientes a clases sociales medias bajas y en estado de decadencia: “el mundo está más derruido que antes; eso se percibe en los dientes carcomidos que asoman en la sonrisa de los años olvidados” (72). De igual modo se hace mención a lugares, momentos y encuentros con personas connotadas, los que sirven de anécdotas y que desnivelan el propósito del poemario. Por el contrario, resulta más provechoso los diálogos intertextuales con canciones populares y tradicionales desde el vals chilote “Los remeros de Compu” hasta el prólogo con alusión a Henry Miller, los poemas de José Pablo Quevedo, Albert Camus, Fernando Pessoa, el poema “Itaca” de Constantino Kavafis, Homero, Rolando Cárdenas, entre otros.

Changüitad tiene desniveles en la conformación del poemario, los que radica en contraponer los poemas y las crónicas que poco representan a la propuesta del libro. Una de las grietas de este trabajo es el acto de hacer memoria a modo de rebeldía y de conservación de identidad, situación que conlleva museificar la experiencia, dando como resultado postales antropológicas del sur. Sin embargo, la óptica del cronista es siempre volver a ese territorio, elevando recuerdos y discursos ante el despojo de la globalización.