miércoles, 22 de marzo de 2017

Crítica Literaria: “El legado de las corrupciones”

Incorruptos, Carolina Melys. Editorial Montacerdos, 2016, 101 pp.
Por Gonzalo Schwenke

Incorruptos (2016) es el primer libro de Carolina Melys (Santiago, 1980). En este volumen de cuentos se despliegan recuerdos familiares que son contemplados desde la niñez y la adultez temprana. En ellos, los personajes observan la tragedia, habitando espacios donde la incomodidad y las ausencias de los parientes son el común dominador. Porque nada permanece limpio, toda herencia es una carga que hay que asumir irremediablemente: los familiares militares, las enfermedades y la religión.      
La manipulación de la información, la ignorancia o alejar a las personas de los hechos constituyen un sistema de control instaurado por los mayores y donde los niños se ven sometidos, e incluso colaboran en sustentar este orden: “La abuela (…) le dice que uno nunca debe hablar de su familia en el colegio” (41). Así, en “Uniformes”, “Fragmentos de una higiene doméstica” y “Como un rey”, se presenta la ideología de la tradición cristiana occidental, la vigencia de hábitos y costumbres que están ligadas y representadas por el régimen militar a través de la formación educacional tanto privada como pública. De igual modo, los protagonistas que no suficiencia de análisis, intentan comprender las diferentes circunstancias en que se ven envueltos pero incapaces de llegar a descifrarlas.
En el primer cuento, “Las historias que nos contamos”, la protagonista narra el proceso en que el padre es desahuciado debido al cáncer, lo que provoca que padre e hija forjen una mayor unión en un ambiente marcado por la desolación y que progresa hasta el punto de la desesperanza. En esta dinámica, el progenitor entrega una serie de recuerdos en la que ficcionaliza su infancia y la devoción en la religión para sobrevivir en la memoria de la hija: “esa imagen que nunca vi es la imagen que mejor recuerdo” (28).
Nadie está libre de la degradación y esto se subraya en “Incorruptos”. Laura va al cementerio de Andacollo para observar el cuerpo del predicador Manuel Yépez y declararlo santo si es que se encuentra sin descomposición. Utilizando analepsis, la narración va intercalando momentos del pasado familiar de la protagonista: la tos heredada, el olvido del padre y la colección de fotos de cuerpos mortuorios.
Esta perspectiva que aparenta ser ingenua contiene narraciones marcadas por la austeridad: frases cortas y diálogos directos. Los hechos dan el tono sombrío en los relatos, lo que evita una descripción innecesaria y, por tanto, permite una lectura rápida.

La construcción de personas tiene su génesis en los aconteceres que están ligados a la memoria y tradición familiar. Justamente aquello que es perteneciente al hogar es el foco de la narración que la autora ataca: los niños, los adultos y los muertos en distintos niveles están corrompidos, manipulados por la transmisión de valores hereditarios y que los sucesores deben comprometer como una molesta obligación casi sin rencores. En este sentido, evidenciar el régimen de corrupciones de la familia a través de infantes que no tienen las suficiencias, es mostrar en segundo plano observaciones que denotan temores en analizar la sociedad. Incorruptos está enmarcado dentro del circuito de la literatura de los hijos y que marca el debut de Carolina Melys.

domingo, 12 de marzo de 2017

Crónica: "Al partido me voy"

Es un tibio sábado de agosto; hay fútbol en el Estadio Nacional. Falta una hora para que comience el cotejo. En el metro Pudahuel aparecen algunos hinchas con la camiseta del equipo. En el vagón veo a dos muchachas sentadas que conversan sobre el equipo. En la esquina dos hinchas sentados, y otros dos más revisando el celular para conocer la alineación titular que acaba de ser confirmada. En la radio, los periodistas analizan cómo llegan ambos al encuentro y pronostican las posibilidades de uno y otro. En otra radio, los reporteros cubren las impresiones de los hinchas, divididos sobre si desean o no que el técnico se vaya; también hay quienes simplemente apoyan y otros que disfrutan de la previa en familia.


A medida que avanzamos por las estaciones los vagones se van llenando. Algunos vienen con su lata de cerveza escondida entre las ropas, las comparten en el tren antes de que en la entrada del estadio sean revisados por guardias y carabineros.

Antes de asistir al partido compré la entrada en la tienda asignada: sector Andes. Comprar galería para el sector de la barra “Los de Abajo” significaba un esfuerzo que la distancia para retirar las entradas en días laborales que no me permitió. Asimismo, en horas previas le pregunté a un hincha por redes sociales sobre el protocolo de entrada, la seguridad, y si eventualmente roban a la gente. Esto debido al estigma que emana desde la televisión y las políticas de “Estadio Seguro”, donde se reafirma la idea de que los encuentros deportivos se han convertido en un lugar para la delincuencia, donde reina la violencia y atenta contra el público que al que va dirigido el espectáculo, la familia. Dichos mensajes han traído como consecuencia que la cantidad de público que asiste a ver el espectáculo sea cada vez menor y ha llenado a la población de prejuicios sobre el deporte más popular en el país.

La estación donde nos bajamos supone el inicio del encuentro con forofos que van en la misma dirección y con ansias de ver al equipo; así también, comienzan los cánticos y los aplausos. Hasta aquí todo tranquilo, es un día de fiesta; además, hay tranquilidad y mucha alegría popular que se evidencia cuando pasa un bus lleno de hinchas cantando y golpeando las ventanas, mientras que la gente de a pie avanza en grupos, algunos tomando cerveza, otros fumando, muchos en familia, con la novia y con los niños durante el mes de agosto. Los vendedores ambulantes, a su vez, ofrecen banderines, comida, gorros, poleras, bufandas, etc. Me compro una bufanda a mil pesos que hago combinar con la camiseta roja del “Superman” Vargas que utilizaba allá por 1992. Es la primera vez que asisto al coliseo más importante de Chile. Lleno de ansiedad le pregunto a un hincha por dónde es la entrada Andes: él me señala el lugar, pero finalmente no entro a aquella localidad sino a galería.
Afuera hay un tumulto. Una voz dice algo: “se solicita a todos los hinchas que lleven en la mano el carnet y la entrada para hacer más fácil la entrada.” Hay quince filas desarmadas, familias esperando, hinchas que se cuelan, silbatina generalizada porque el partido comenzó a jugarse. Luego de pasar esta etapa, viene la revisión por parte de guardias contratados para que los hinchas no ingresen elementos contundentes. Tal es el nivel de seguridad que me quitarán el lápiz pasta negro que lo necesitaba para tomar apuntes en la galería.

A lo lejos, se escucha el himno de la “U”. Voces jóvenes gritan “C-H-I”, le responden “L-E”, “chi-chi-chi-le-le-le: Universidad de Chile”, para luego emerger de los altoparlantes la voz del quillotano Jaime Aranda Farías, la histórica voz del Romántico Viajero. Imposible no acordarse de la escena de la película La Frontera, donde un profesor relegado en una isla del sur durante la dictadura, comparte con su hijo el amor por el equipo, cantándole “ser un romántico viajero y el sendero continuar”.

Los hinchas corren hacia las graderías porque el partido comenzó. Le pregunto a un guardia de peto amarillo de qué manera entro a sector Andes, pero tarde me doy cuenta de que me manda a galería. Le pregunto a un joven de peto rojo que me indica en sentido contrario. Con tal confusión, decido subir a galería. Nadie revisa las entradas pese a que hay guardias de peto amarillo indicando que entremos. A las puertas, el bombo retumba en todo el sector, coordinando el aliento de la barra. Subo emocionado, intento encontrar una ubicación, los hinchas están cantando, salen los lienzos, los pitos de marihuana. Las luces del gramado están encendidas, comienza a oscurecerse y hacia las montañas cubiertas de nieve se observa la alerta amarilla: el grado de polución que se confunde con el cielo rojizo anunciando un día soleado para mañana.

El partido es plano. La “U” basa su ataque en la capacidad de recuperar el balón, que pierde porque los jugadores no se encuentran en la cancha. Los extremos utilizan el manual: desborde por derecha/izquierda y centro atrás o centro a la cabeza, pero ninguno de sus envíos sirve para abrir el marcador. El “10” azul no aparece ni colabora, el “5” no distribuye el balón ni los tiempos (cuando está parada en media cancha, es la defensa la que realiza ese trabajo), no hay tiros de media distancia, y sin llegadas de peligro nos vamos al descanso. Enseguida, el entrenador azul los mira, apoya a sus dirigidos, recorre el sector designado, contempla el piso y piensa en el desempeño del equipo. No da ninguna indicación. A pesar del mal juego, el bombo, que está a dos galerías de donde me encuentro, dirige los ritmos y el sector sur alienta: familias cantando, señoras y abuelitas, también padres venidos del trabajo junto a sus hijos y jóvenes. Mujeres y hombres animan al equipo. La tranquilidad y la paciencia sólo durarán el primer tiempo.

Pasan por las gradas vendedores de bebidas y maniseros que venden su unidad a mil pesos. Veo algunos hinchas con la revista “La Magia Azul”: la portada está dedicada a la Copa Libertadores 1996, cuando la “U” se enfrentó a River Plate y el árbitro no pitó una clara falta del arquero de la franja al “Huevo” Valencia. Otros, en tanto, conversan en el entretiempo o van al baño, salen de la grada.

En el inicio del segundo tiempo, “el equipo mágico” como lo llama el programa radial “La magia azul”, ataca hacia el sector sur donde se encuentra la barra. El letrero marcador sólo hace lo suyo, no da el tiempo reglamentario, y utilizar la radio no es una opción pues se pierde la emoción de estar allí entre la gente que canta. Entrado en el partido, el 7 azul desborda, centra atrás, y uno de los centrales anota el 1-0 parcial para la “U”. Locura total en la hinchada. Pero tras cartón, a los cinco minutos, Antofagasta logra la igualdad. A partir de ahí, en la parcialidad cunde el fastidio al ver que el equipo no varía su juego parsimonioso e insípido. El arquero rival ha recibido solamente dos llegada. A pesar de todo, la galería continúa cantando, y con más ahínco si la “U” rodea el área contraria. En este momento sólo importa el equipo. Aquí su eterno rival no existe, no se menciona. Además, falta mucho para el clásico del semestre.

Finalmente, el juez central toca su silbato, los jugadores dejan de correr y se reúnen en el centro del campo. Desde mi sector nadie se va, no se mueve nadie. En Pacífico lateral sur y marquesina veo algunos que se comenzaron a retirar desde cinco minutos antes que finalizara el partido. El primero en volver al camarín es el técnico: entra solo, no mira a la grada, pero se lleva una rechifla generalizada. El hastío es total. Hace mucho tiempo que el equipo no juega a nada con distintos entrenadores y no hay mejoría. Pese a ello, el público espera al equipo, ellos se agrupan y antes de irse a camarines, levantan los brazos en señal de agradecimiento; sin embargo la decepción es absoluta.


El próximo domingo la barra otra vez en el codo sur apoyando al equipo sin pensar que hace tiempo estamos jugando en la medianía de la tabla. Con los lienzos, el bombo, los rollos de papel, la alegría y el aliento en las buenas y en las malas es de la barra, que espera que el equipo mágico vuelva a salir a la cancha.

sábado, 11 de marzo de 2017

Crítica Literaria: La pandilla de Asakusa (2011)

La pandilla de Asakusa, Yasunari Kawabata. Emecé editores, 2011, 300 p.

"Siempre serás turista."
Por Gonzalo Schwenke

En el prólogo se entregan detalles del contexto histórico de entre guerra en Japón. la nación está en un proceso de aparente calma social, pero recientemente ha sido azotado por el terremoto de Kanto en 1923, hay una evidente decadencia política e imperial en 1929 y está la proximidad de las guerras que Japón debe afrontar.

Es así que el distrito de Asakusa, hasta hace algunos siglos atrás, dominaba el templo religioso Kannon dedicado para los piadosos y, por contraparte, los especuladores. Esto nos llama la atención, porque antes no sólo se promovía la religiosidad, se comerciaba, sino que enfrente existían zonas habilitadas para la prostitución sin límites. Con el tiempo, esta fiesta piadosa se degrada, sumiendo a los barrios a la pobreza y en conventillos donde se continúa derrochando el dinero juegos, mujeres y niñas.

La pandilla de Asakusa (reeditado 2011) es una de las primeras novelas de Yasunari Kawabata (Osaka 1899-1971). El narrador nos cuenta los distritos federales (principalmente Asakusa, Edo y Yoshiwara) los que tienen un abundante mercado de placeres y en proceso de cambios por las nuevas modas occidentales. De ellos, emergerá la Pandilla de Asakusa, quienes son jóvenes pertenecientes a la subcultura, los que buscan escandalizar a la población con etiquetas dedicadas en secciones llamativas dentro del territorio. Lo que hoy en día conocemos como “tak” en el mundo del Hip-Hop. Ellos tienen su propio lenguaje, saludo y una perspectiva que da cuenta de lo deplorable de la situación nacional: “hoy en día hay gente sana que come cosas de los tachos de basura a plena luz del día.” (52) Es decir, aunque intentes salir del estado de mendigo, ante la falta de apoyo de políticas gubernamentales vuelves a caer.

El gran baluarte de la emergencia de un cronista es el carácter y toma decisiones sobre entregar un trabajo que reconoce separar la ficción y la realidad durante el viaje por Asakusa. A su vez, invita al lector a la aventura por las calles, y no se vanagloria del sitial donde escribe, o sea, lejos de la conveniente autoficción que predomina hoy en día. Esta misma exploración sobre la bohemia, la vida y el espectáculo de la desesperación, sostiene al sujeto sensible ante los hechos que evidencia. Aunque será cuestionado si es parte de ellos o solamente representa al otro a través del registro que realiza, por una misteriosa joven llamada, Yumiko. Quien marca la tragedia y la peligrosidad siempre latente en el volumen.

Así encontramos al personaje recogiendo testimonios como el inspector de policía en la hoja de presentación. El que cuenta sobre el cazador de pájaros que resiste desde la mera existencia frente al proyecto del Tokio moderno. Este tipo de relato es una voz que se despliega sin opinar, dialoga con los personajes y reconoce a las personas de la localidad a medida que circula describiendo minuciosamente las poblaciones: “Sí, debemos determinar, mi querido lector, si este camino a través del cual te voy a conducir a los lugares frecuentados por la pandilla escarlata.” (48) Dando cuenta del tránsito del que es protagonista: estación de trenes de Makura, el nuevo Parque Sumida, el templo Chomei, la jefatura militar, el templo Senso, el puente Kototoi, etc.


Esta no es una novela de estructura clásica ni moderna, además de que el epílogo sobra. La pandilla de Asakusa, es un conjunto de andanzas de Yasunari Kawabata en la que recorre la ciudad, la describe y le da un ritmo mejor logrado que el detallismo acérrimo de Julio Verne. Este tipo de formato cumple con la simetría de los personajes, porque no enjuicia, lo que permite desarrollar un relato lleno de características de la época: desde la marca de pantalones, zapatos, kimono y comportamientos humanos. Lo que demuestra la maestría de la escritura y por consiguiente, el aprecio al lector. Será este sentido de corresponder socialmente y describir el cotidiano de miembros de la pandilla escarlata lo más destacado de la obra.