domingo, 12 de marzo de 2017

Crónica: "Al partido me voy"

Es un tibio sábado de agosto; hay fútbol en el Estadio Nacional. Falta una hora para que comience el cotejo. En el metro Pudahuel aparecen algunos hinchas con la camiseta del equipo. En el vagón veo a dos muchachas sentadas que conversan sobre el equipo. En la esquina dos hinchas sentados, y otros dos más revisando el celular para conocer la alineación titular que acaba de ser confirmada. En la radio, los periodistas analizan cómo llegan ambos al encuentro y pronostican las posibilidades de uno y otro. En otra radio, los reporteros cubren las impresiones de los hinchas, divididos sobre si desean o no que el técnico se vaya; también hay quienes simplemente apoyan y otros que disfrutan de la previa en familia.


A medida que avanzamos por las estaciones los vagones se van llenando. Algunos vienen con su lata de cerveza escondida entre las ropas, las comparten en el tren antes de que en la entrada del estadio sean revisados por guardias y carabineros.

Antes de asistir al partido compré la entrada en la tienda asignada: sector Andes. Comprar galería para el sector de la barra “Los de Abajo” significaba un esfuerzo que la distancia para retirar las entradas en días laborales que no me permitió. Asimismo, en horas previas le pregunté a un hincha por redes sociales sobre el protocolo de entrada, la seguridad, y si eventualmente roban a la gente. Esto debido al estigma que emana desde la televisión y las políticas de “Estadio Seguro”, donde se reafirma la idea de que los encuentros deportivos se han convertido en un lugar para la delincuencia, donde reina la violencia y atenta contra el público que al que va dirigido el espectáculo, la familia. Dichos mensajes han traído como consecuencia que la cantidad de público que asiste a ver el espectáculo sea cada vez menor y ha llenado a la población de prejuicios sobre el deporte más popular en el país.

La estación donde nos bajamos supone el inicio del encuentro con forofos que van en la misma dirección y con ansias de ver al equipo; así también, comienzan los cánticos y los aplausos. Hasta aquí todo tranquilo, es un día de fiesta; además, hay tranquilidad y mucha alegría popular que se evidencia cuando pasa un bus lleno de hinchas cantando y golpeando las ventanas, mientras que la gente de a pie avanza en grupos, algunos tomando cerveza, otros fumando, muchos en familia, con la novia y con los niños durante el mes de agosto. Los vendedores ambulantes, a su vez, ofrecen banderines, comida, gorros, poleras, bufandas, etc. Me compro una bufanda a mil pesos que hago combinar con la camiseta roja del “Superman” Vargas que utilizaba allá por 1992. Es la primera vez que asisto al coliseo más importante de Chile. Lleno de ansiedad le pregunto a un hincha por dónde es la entrada Andes: él me señala el lugar, pero finalmente no entro a aquella localidad sino a galería.
Afuera hay un tumulto. Una voz dice algo: “se solicita a todos los hinchas que lleven en la mano el carnet y la entrada para hacer más fácil la entrada.” Hay quince filas desarmadas, familias esperando, hinchas que se cuelan, silbatina generalizada porque el partido comenzó a jugarse. Luego de pasar esta etapa, viene la revisión por parte de guardias contratados para que los hinchas no ingresen elementos contundentes. Tal es el nivel de seguridad que me quitarán el lápiz pasta negro que lo necesitaba para tomar apuntes en la galería.

A lo lejos, se escucha el himno de la “U”. Voces jóvenes gritan “C-H-I”, le responden “L-E”, “chi-chi-chi-le-le-le: Universidad de Chile”, para luego emerger de los altoparlantes la voz del quillotano Jaime Aranda Farías, la histórica voz del Romántico Viajero. Imposible no acordarse de la escena de la película La Frontera, donde un profesor relegado en una isla del sur durante la dictadura, comparte con su hijo el amor por el equipo, cantándole “ser un romántico viajero y el sendero continuar”.

Los hinchas corren hacia las graderías porque el partido comenzó. Le pregunto a un guardia de peto amarillo de qué manera entro a sector Andes, pero tarde me doy cuenta de que me manda a galería. Le pregunto a un joven de peto rojo que me indica en sentido contrario. Con tal confusión, decido subir a galería. Nadie revisa las entradas pese a que hay guardias de peto amarillo indicando que entremos. A las puertas, el bombo retumba en todo el sector, coordinando el aliento de la barra. Subo emocionado, intento encontrar una ubicación, los hinchas están cantando, salen los lienzos, los pitos de marihuana. Las luces del gramado están encendidas, comienza a oscurecerse y hacia las montañas cubiertas de nieve se observa la alerta amarilla: el grado de polución que se confunde con el cielo rojizo anunciando un día soleado para mañana.

El partido es plano. La “U” basa su ataque en la capacidad de recuperar el balón, que pierde porque los jugadores no se encuentran en la cancha. Los extremos utilizan el manual: desborde por derecha/izquierda y centro atrás o centro a la cabeza, pero ninguno de sus envíos sirve para abrir el marcador. El “10” azul no aparece ni colabora, el “5” no distribuye el balón ni los tiempos (cuando está parada en media cancha, es la defensa la que realiza ese trabajo), no hay tiros de media distancia, y sin llegadas de peligro nos vamos al descanso. Enseguida, el entrenador azul los mira, apoya a sus dirigidos, recorre el sector designado, contempla el piso y piensa en el desempeño del equipo. No da ninguna indicación. A pesar del mal juego, el bombo, que está a dos galerías de donde me encuentro, dirige los ritmos y el sector sur alienta: familias cantando, señoras y abuelitas, también padres venidos del trabajo junto a sus hijos y jóvenes. Mujeres y hombres animan al equipo. La tranquilidad y la paciencia sólo durarán el primer tiempo.

Pasan por las gradas vendedores de bebidas y maniseros que venden su unidad a mil pesos. Veo algunos hinchas con la revista “La Magia Azul”: la portada está dedicada a la Copa Libertadores 1996, cuando la “U” se enfrentó a River Plate y el árbitro no pitó una clara falta del arquero de la franja al “Huevo” Valencia. Otros, en tanto, conversan en el entretiempo o van al baño, salen de la grada.

En el inicio del segundo tiempo, “el equipo mágico” como lo llama el programa radial “La magia azul”, ataca hacia el sector sur donde se encuentra la barra. El letrero marcador sólo hace lo suyo, no da el tiempo reglamentario, y utilizar la radio no es una opción pues se pierde la emoción de estar allí entre la gente que canta. Entrado en el partido, el 7 azul desborda, centra atrás, y uno de los centrales anota el 1-0 parcial para la “U”. Locura total en la hinchada. Pero tras cartón, a los cinco minutos, Antofagasta logra la igualdad. A partir de ahí, en la parcialidad cunde el fastidio al ver que el equipo no varía su juego parsimonioso e insípido. El arquero rival ha recibido solamente dos llegada. A pesar de todo, la galería continúa cantando, y con más ahínco si la “U” rodea el área contraria. En este momento sólo importa el equipo. Aquí su eterno rival no existe, no se menciona. Además, falta mucho para el clásico del semestre.

Finalmente, el juez central toca su silbato, los jugadores dejan de correr y se reúnen en el centro del campo. Desde mi sector nadie se va, no se mueve nadie. En Pacífico lateral sur y marquesina veo algunos que se comenzaron a retirar desde cinco minutos antes que finalizara el partido. El primero en volver al camarín es el técnico: entra solo, no mira a la grada, pero se lleva una rechifla generalizada. El hastío es total. Hace mucho tiempo que el equipo no juega a nada con distintos entrenadores y no hay mejoría. Pese a ello, el público espera al equipo, ellos se agrupan y antes de irse a camarines, levantan los brazos en señal de agradecimiento; sin embargo la decepción es absoluta.


El próximo domingo la barra otra vez en el codo sur apoyando al equipo sin pensar que hace tiempo estamos jugando en la medianía de la tabla. Con los lienzos, el bombo, los rollos de papel, la alegría y el aliento en las buenas y en las malas es de la barra, que espera que el equipo mágico vuelva a salir a la cancha.

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