sábado, 29 de agosto de 2020

Crítica: Abandonados (2020)

 



Crítica: Historias de supervivencia en el Chile precarizado. 

“Y si alguno quiere risa 
Tiene que volver la vista 
Ir mirando a las vitrinas 
Que adornan las poblaciones 
O mirar hacia la calle 
Donde juegan esos niños 
A pedir monedas de hambre 
Aspirando pegamento 
Pa’ calmar tanto tormento 
Que les da la economía. 
Cierto que da risa.” 

Fragmento letra de la canción “El viaje”  

del dúo Schwenke & Nilo. 

 

Los reportajes de Carolina Rojas están enfocados en áreas de poca visibilidad, pero de alto impacto. Con “Abandonados, vida y muerte al interior del SENAME” (2020) viene a refrendar la sostenida violencia por parte de la institución en recintos que buscan resguardar y proteger a menores de edad con sus distintas problemáticas: una especie de orfanato diversificado que tiene niños y niñas de todas las edades. Así es, el factor económico en la gente de escasos recursos está a la merced de la droga y múltiples formas ya sea delictual, intrafamiliar o parental. 

Hay una estructura de violencia y abusos que se omite históricamente. Una columna transversal que permite la descomposición de las familias y las infancias. Esto ha sido defendido tanto como la propiedad privada empresarial, pero los gobiernos que diseñan y organizan los recursos del Estado no otorgan la reparación para un crecimiento idóneo de los jóvenes chilenos. 

El trabajo de crónica tiene su valía en la capacidad del periodista en recoger las voces de las familias y los niños/as que han padecido tanto dentro de las casas de acogidas como verse sin parentela y recursos en las calles de Santiago. Un trabajo en terreno que se observa cuando recupera la voz de los desposeídos estando en la revuelta del 18 de octubre. En este caso el relato le da voz a Jonathan (15) quien comprende lo que ha sobrevivido y entre conversaciones se reconocen en esos letreros contra el Servicio Nacional de Menores (SENAME): “Ahora entiende que todo lo que siempre ha vivido, en su familia y en el liceo técnico industrial, es justamente eso: desigualdad” (145). O la experiencia de Byron (25) que se vino de la región de la Araucanía por el asedio policial “Me torturaron los pacos cuando tenía trece años, me pusieron corriente en los genitales, para que dijera si había armamento en mi comunidad” (153). De igual modo la emergencia y proliferación de banderas mapuche durante el estallido social, le permite un reconocimiento y simpatía por el derecho de existir de las comunidades indígenas. Mientras que Jason (16) expresa que: “en las paredes me dio como una alegría porque había más gente que pensaba y sentía lo mismo que yo, entonces fue una forma de liberarme de esa rabia que tenía dentro” (149). Y señala que ellos terminan en la calle luchando contra las Fuerzas Especiales para desahogarse: “Creo que uno termina en la Primera Línea o en las barricadas porque es una forma de desahogarse de todo el odio que tú tienes contra el sistema, en sí uno es resentido por todo lo que has vivido” (149). 

Como se ha señalado, esta normalización manifiesta es inversamente proporcional a la misión de reparación que pretende ser el SENAME. Irregularidades, desorden y abusos en el ordenamiento de los problemas a las infancias de niños chilenos que tienen el derecho a existir están demostradas en este volumen que pretende dar cuenta de que Chile no lo está haciendo debidamente en materia de justicia y reparación. 

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