miércoles, 5 de diciembre de 2018

Cuento: Inmanejable


Inmanejable de Lucia Berlin

En la profunda noche oscura del alma las licorerías y los bares están cerrados. La mujer palpó debajo del colchón; la botella de medio litro de vodka estaba vacía. Salió de la cama, se puso de pie. Temblaba tanto que tuvo que sentarse en el suelo. Respiraba agitadamente. Si no conseguía pronto algo para beber, le darían convulsiones o delirium trémens.
El truco está en aquietar la respiración y el pulso. Mantener la calma en la medida de lo posible hasta que consigas una botella. Azúcar. Té con azúcar, es lo que te dan en los centros de desintoxicación. Temblaba tanto, sin embargo, que no podía tenerse en pie. Se estiró en el suelo e hizo varias inhalaciones profundas tratando de relajarse. No pienses, por Dios, no pienses en qué estado estás o te morirás, de vergüenza, de un ataque. Consiguió calmar la respiración. Empezó a leer títulos de los libros de la estantería. Concéntrate, léelos en voz alta. Edward Abbey, Chinua Achebe, Sherwood Anderson, Jane Austen, Paul Auster, no te saltes ninguno, ve más despacio. Cuando acabó de leer todos los títulos de la pared se encontraba mejor. Se levantó con esfuerzo. Sujetándose a la pared, temblando tanto que a duras penas podía mover los pies, consiguió llegar a la cocina. No quedaba vainilla. Extracto de limón. Le quemó la garganta y le dio una arcada; apretó los labios para volver a tragárselo. Preparó té, con mucha miel; lo tomó a pequeños sorbos en la oscuridad. A las seis, en dos horas, la licorería Uptown de Oakland le vendería un poco de vodka. En Berkeley tendría que esperar hasta las siete. Ay, Dios, ¿tenía dinero? Volvió sigilosamente a su habitación y miró en el bolso que había encima del escritorio. Su hijo Nick debía de haberse llevado su cartera y las llaves del coche. No podía entrar a buscarlas al cuarto de sus hijos sin despertarlos.
Había un dólar con treinta centavos en calderilla en el bote del escritorio. Revisó los bolsos del armario, los bolsillos del abrigo, un cajón de la cocina, hasta que reunió los cuatro dólares que aquel maldito paki cobraba por una petaca a esas horas. Los alcohólicos enfermos le pagaban. Aunque la mayoría compraban vino dulce, porque hacía efecto más rápido.
Era una caminata larga. Tardaría tres cuartos de hora; tendría que volver corriendo a casa para llegar antes de que los chicos se despertaran. ¿Lo conseguiría? Apenas podía caminar de una habitación a la otra. Y reza para que no pase un coche patrulla. Ojalá tuviera un perro para sacarlo a pasear. Qué buena idea, se rio, le pediré a los vecinos que me presten el suyo. Claro. Ninguno de los vecinos le dirigía ya la palabra.
Consiguió mantener el equilibrio concentrándose en las grietas de la acera, contándolas: un, dos, tres… Agarrándose a los arbustos, los troncos de los árboles para darse impulso, como si escalara una montaña muy escarpada. Cruzar las calles era aterrador, parecían tan anchas, con sus luces parpadeantes: rojo, rojo, ámbar, ámbar. De vez en cuando pasaba una furgoneta de ATESTADOS, un taxi vacío. Un coche de policía a toda velocidad, sin luces. No la vieron. Un sudor frío le caía por la espalda, el fuerte castañeteo de sus dientes rompía la quietud de la mañana oscura.
Llegó jadeante y mareada a la licorería Uptwon de Shattuck Avenue. Todavía no estaba abierta. Siete hombres negros, todos viejos menos un chico joven, esperaban de pie junto a la puerta. El hindú estaba sentado al otro lado del escaparate, ajeno a ellos, tomando café con parsimonia. En la acera dos hombres compartían un frasco de jarabe NyQuil para la tos. Muerte azul, eso sí se podía comprar toda la noche.
Un viejo al que llamaban Champ sonrió al verla.
-¿Qué pasa, mujer, te has puesto mala? ¿Tan mala que te duele hasta el pelo?
Ella asintió. Se sentía exactamente así; el pelo, los ojos, los huesos.
-Anda, toma- le ofreció Champ-, cómete alguna - estaba comiendo galletitas saladas, le dio un par-. Tienes que obligarte a comer algo.
-Eh, Champ, déjame unas pocas- le reclamó al chico.
La dejaron que comprara primero. Pidió vodka y soltó un montón de monedas en el mostrador.
-Está justo – dijo.
El hombre sonrió-
-Cuéntelo, hágame el favor.
-Venga ya. Mierda – protestó el chico mientras ella contaba las monedas con las manos temblando a más no poder. Se guardó la petaca en el bolso y salió a trompicones. En la calle se agarró a un poste de teléfono, sin atreverse a cruzar.
Champ estaba bebiendo de una botella de Night Train.
-¿Eres demasiado señora para beber en la calle?
Ella negó con la cabeza.
-Me da miedo que se me caiga la botella.
-ven – dijo él-. Abre la boca. Necesitas un trago o te quedarás por el camino.
Le arrimó la botella a los labios y le dio un poco de vino. Ella sintió cómo le corría por dentro, cálido.
-Gracias- dijo.
Cruzó por la calle deprisa y trotó desgarbadamente por las calles de vuelta a su casa, noventa, noventa y una, contando las grietas. Era todavía de noche cuando llegó a la puerta.
Recobró el aliento. Sin encender la luz, sirvió un poco de zumo de grosellas en un vaso y un tercio de la botella. Se sentó y bebió despacio, sintiendo cómo el alcohol la reconfortaba a medida que calaba en su cuerpo. Se echó a llorar, de alivio por no haber muerto. Se sirvió otro tercio de la botella con un poco de zumo, y entre trago y trago recostaba la cabeza en la mesa.
Después de la segunda copa se sentía mejor, y fue al lavadero y metió la colada en la lavadora. Se llevó la botella al cuarto de baño. Se duchó y se peinó, se puso ropa limpia. Diez minutos más. Comprobó que la puerta estaba cerrada, se sentó el váter y se terminó el vodka. Con esos últimos tragos no solo se puso a tono, sino que se sintió ligeramente ebria.
Pasó la colada de la lavadora a la secadora. Estaba batiendo el concentrado de naranja para preparar zumo cuando Joel entró en la cocina, restregándose los ojos.
-No tengo calcetines, ni camisa.
-Hola, cariño. Toma unos cereales. Cuando termines de desayunar y ducharte, la ropa estará seca – le sirvió un vaso de zumo, y otro a Nicholas, que estaba callado en silencio junto a la puerta.
-¿Dónde demonios has conseguido licor? – la empujó al pasar y se sirvió cereales. Trece años. Era más alto que ella.
-¿Podrías devolverme la cartera y las llaves del coche?- le preguntó.
-La cartera sí. Te daré las llaves cuando vea que estás bien.
-Estoy bien. Mañana volveré al trabajo.
-Ya no eres capaz de dejarlo sin ir al hospital, mamá.
-Me pondré bien. Por favor, no te preocupes. Tengo todo el día para recuperarme – fue a echar un vistazo a la ropa de la secadora-. Las camisas están secas – le dijo a Joel-. A los calcetines les falta diez minutos, más o menos.
-No puedo esperar. Me los pondré mojados.
-Sus hijos se fueron a buscar los libros y las mochilas, se despidieron con un beso y se marcharon. Ella se quedó en la ventana y los vio bajar la calle hacia la parada del autobús. Esperó hasta que el autobús los recogió u desapareció por Telegrah Avenue. Entonces salió, fue directa a la licorería de la esquina. Ya había abierto.

Lucia Berlin. 2016. Manual para mujeres de la limpieza. Alfaguara ediciones, 173- 176.

domingo, 2 de diciembre de 2018

Crítica Literaria: Dictadura (2018)



Gonzalo Schwenke
Profesor y crítico literario.


Las conmemoraciones y homenajes son convertidas rápidamente en nuevas formas de consumo, las que no respetan el dolor de la población. De esta manera, es necesario repensar la importancia de los libros que hablan sobre historias secretas, puesto que hasta el momento solo sirven para disponer a consumidores para el espectáculo. No por nada, publicar este volumen un día antes de los cuarenta y cinco años del golpe, significa lograr réditos del morbo generado por este infame acontecimiento.
Dictadura. Historia secreta de Chile (2018), es una crónica que combina el análisis político, la experiencia personal y los setenta y dos documentos presentes en la bibliografía sobre el gobierno de Allende, el golpe de Estado, la dictadura y algunos puntos referenciales en el cambio de siglo. Jorge Baradit toma más de veinte años de historia nacional para reducirlos cinco capítulos de doscientas páginas, generando el efecto acorde a lo que representa la dictadura cívico militar: horror y miseria para la población.
La interpretación que realiza sobre el acontecer político previo al golpe está basada en testimonios que forman parte del respaldo argumentativo, poniendo en relieve la conspiración estadounidense y posicionándose desde el pluralismo, el consenso y el diálogo propios de los noventas.
No obstante, hay un trabajo investigativo desprolijo que debilita al volumen. La ausencia de rigurosidad en la escritura, falta a la verdad histórica que hoy en día, observamos en la derecha promoviendo la posverdad. Al respecto, el periodista Fernando Velo publicó en su muro de Facebook (7 de octubre) apreciaciones sobre los errores en que incurre el libro. Ya que él fue uno de los primeros testigos que presenciaron el actuar de las FF. AA. durante el golpe militar. La obra señala que “Carlos Altamirano, el secretario general del PS, lanzó su discurso más incendiario y violento en una concentración en el teatro Caupolicán” (64). Fernando Velo declaró que: “Carlos Altamirano pronunció un inquietante discurso (el 9 de septiembre) en el teatro Caupolicán cuando en efecto su participación la hizo en el Estadio Chile.” (sic)
Así mismo, el libro señala que “Altamirano estaba reunido con el aparato militar del PS evaluando el pobre poder de reacción del grupo en INDUMET” (71). Sin embargo, esto es desmentido por el periodista porque el político estaba en el estadio de la CORMU, en Lo Valledor. Este punto es sensible, puesto que es necesario esclarecer quienes fueron aquellos que defendieron el gobierno. De modo que la industria metalúrgica será nombrada varias veces como punto de encuentro de la comisión política del MIR para organizar acciones armadas, pero dicho secretario no vuelve a ser mencionado.
También se señala que “se decidió un ataque frontal por tierra con tanques que se movían por la calle Teatinos, la Alameda y la Plaza de la Constitución, ametrallando con balas que perforaban los portones y dejaban enormes agujeros en los muros centenarios del palacio de gobierno.” (78) En tanto, Fernando Velo corrige que: “el día 11 los tanques entraron por la calle Teatinos en dirección a La Moneda, cuando la realidad es que ingresaron al perímetro del Palacio Presidencial por la calle Morandé y de allí, uno se apostó en la calle Moneda casi a un costado del edificio del Seguro Obrero; el otro se situó en la calle Agustinas de costado al edificio del diario La Nación y el tercero estuvo recorriendo esas tres arterias.”
La ausencia de precisión permite que la crónica sitúe a las fuerzas golpistas como superhéroes determinados en su tarea de supuestamente liberar al país, como se pretendió dar cuenta a través de símbolos, por ejemplo la circulación de la moneda de la libertad desde finales del ochenta: “Los tanques dispararon cañonazos contra los muros y las ventanas. Cada explosión sacudió las paredes, cayó polvo, se hundieron lámparas, los muebles saltaron de sus posiciones. Más de cincuenta obuses impactaron causando incendios, forados en la estructura.” (78) Sobre este punto, Velo destaca que: “No hubo obuses ni disparos de cañón porque al promediar las doce horas, cuando en forma definitiva se anunció que el postergado bombardeo que se llevaría a cabo a las once que se efectuaría al mediodía, los tres tanques abandonaron las inmediaciones de La Moneda para escapar a las ondas expansivas producidas por los misiles aéreos. Asimismo eran anticuados tanques Sherman usados en la Segunda Guerra Mundial.” Es decir, los soldados terrestres que tenían un “tremendo poder de fuego” no se quedaron en sus posiciones mientras actuaba la Fuerza Área sino que, retrocedieron para no verse afectados por las explosiones de los aviones.
Aquí no se trata de ser historiador académico o cronista, sino contar la verdad a partir de hechos concretos. El testimonio en tanto argumento por autoridad, es un espacio que posibilita combatir la posverdad. Es por esto, que Velo confirma que: “Baradit no es preciso al pronunciarse sobre la guardia de Palacio que custodiaba el recinto y que supuestamente le era fiel al presidente. Ellos, salieron en forma ordenada y presurosa minutos después de las 11 de la mañana y tomaron refugio donde nos encontrábamos casi una veintena de periodistas, en la SIAT.”
Dictadura. Historia secreta de Chile (2018), es una forma de hacer historia que desestima el testimonio de los ciudadanos que vivieron estos periodos recientes, por lo que no es precisa sino que subestima a los lectores. Finalmente, el volumen representa modos de construir discursos para el mero consumo de una población que supuestamente anhela conocer la historia del país.

Dictadura. Historia secreta de Chile. Jorge Baradit. Ediciones Sudamericana 2018, 200 páginas.