Inmanejable
de Lucia Berlin
En
la profunda noche oscura del alma las licorerías y los bares están cerrados. La
mujer palpó debajo del colchón; la botella de medio litro de vodka estaba
vacía. Salió de la cama, se puso de pie. Temblaba tanto que tuvo que sentarse
en el suelo. Respiraba agitadamente. Si no conseguía pronto algo para beber, le
darían convulsiones o delirium trémens.
El truco está en aquietar la respiración y el pulso.
Mantener la calma en la medida de lo posible hasta que consigas una botella.
Azúcar. Té con azúcar, es lo que te dan en los centros de desintoxicación. Temblaba
tanto, sin embargo, que no podía tenerse en pie. Se estiró en el suelo e hizo
varias inhalaciones profundas tratando de relajarse. No pienses, por Dios, no
pienses en qué estado estás o te morirás, de vergüenza, de un ataque. Consiguió
calmar la respiración. Empezó a leer títulos de los libros de la estantería.
Concéntrate, léelos en voz alta. Edward Abbey, Chinua Achebe, Sherwood
Anderson, Jane Austen, Paul Auster, no te saltes ninguno, ve más despacio.
Cuando acabó de leer todos los títulos de la pared se encontraba mejor. Se
levantó con esfuerzo. Sujetándose a la pared, temblando tanto que a duras penas
podía mover los pies, consiguió llegar a la cocina. No quedaba vainilla.
Extracto de limón. Le quemó la garganta y le dio una arcada; apretó los labios
para volver a tragárselo. Preparó té, con mucha miel; lo tomó a pequeños sorbos
en la oscuridad. A las seis, en dos horas, la licorería Uptown de Oakland le
vendería un poco de vodka. En Berkeley tendría que esperar hasta las siete. Ay,
Dios, ¿tenía dinero? Volvió sigilosamente a su habitación y miró en el bolso
que había encima del escritorio. Su hijo Nick debía de haberse llevado su
cartera y las llaves del coche. No podía entrar a buscarlas al cuarto de sus
hijos sin despertarlos.
Había un dólar con treinta centavos en calderilla en
el bote del escritorio. Revisó los bolsos del armario, los bolsillos del
abrigo, un cajón de la cocina, hasta que reunió los cuatro dólares que aquel
maldito paki cobraba por una petaca a esas horas. Los alcohólicos enfermos le
pagaban. Aunque la mayoría compraban vino dulce, porque hacía efecto más
rápido.
Era una caminata larga. Tardaría tres cuartos de
hora; tendría que volver corriendo a casa para llegar antes de que los chicos
se despertaran. ¿Lo conseguiría? Apenas podía caminar de una habitación a la
otra. Y reza para que no pase un coche patrulla. Ojalá tuviera un perro para
sacarlo a pasear. Qué buena idea, se rio, le pediré a los vecinos que me
presten el suyo. Claro. Ninguno de los vecinos le dirigía ya la palabra.
Consiguió mantener el equilibrio concentrándose en
las grietas de la acera, contándolas: un, dos, tres… Agarrándose a los
arbustos, los troncos de los árboles para darse impulso, como si escalara una
montaña muy escarpada. Cruzar las calles era aterrador, parecían tan anchas,
con sus luces parpadeantes: rojo, rojo, ámbar, ámbar. De vez en cuando pasaba
una furgoneta de ATESTADOS, un taxi vacío. Un coche de policía a toda velocidad,
sin luces. No la vieron. Un sudor frío le caía por la espalda, el fuerte
castañeteo de sus dientes rompía la quietud de la mañana oscura.
Llegó jadeante y mareada a la licorería Uptwon de
Shattuck Avenue. Todavía no estaba abierta. Siete hombres negros, todos viejos
menos un chico joven, esperaban de pie junto a la puerta. El hindú estaba
sentado al otro lado del escaparate, ajeno a ellos, tomando café con
parsimonia. En la acera dos hombres compartían un frasco de jarabe NyQuil para
la tos. Muerte azul, eso sí se podía comprar toda la noche.
Un viejo al que llamaban Champ sonrió al verla.
-¿Qué pasa, mujer, te has puesto mala? ¿Tan mala que
te duele hasta el pelo?
Ella asintió. Se sentía exactamente así; el pelo,
los ojos, los huesos.
-Anda, toma- le ofreció Champ-, cómete alguna - estaba
comiendo galletitas saladas, le dio un par-. Tienes que obligarte a comer algo.
-Eh, Champ, déjame unas pocas- le reclamó al chico.
La dejaron que comprara primero. Pidió vodka y soltó
un montón de monedas en el mostrador.
-Está justo – dijo.
El hombre sonrió-
-Cuéntelo, hágame el favor.
-Venga ya. Mierda – protestó el chico mientras ella
contaba las monedas con las manos temblando a más no poder. Se guardó la petaca
en el bolso y salió a trompicones. En la calle se agarró a un poste de
teléfono, sin atreverse a cruzar.
Champ estaba bebiendo de una botella de Night Train.
-¿Eres demasiado señora para beber en la calle?
Ella negó con la cabeza.
-Me da miedo que se me caiga la botella.
-ven – dijo él-. Abre la boca. Necesitas un trago o
te quedarás por el camino.
Le arrimó la botella a los labios y le dio un poco
de vino. Ella sintió cómo le corría por dentro, cálido.
-Gracias- dijo.
Cruzó por la calle deprisa y trotó desgarbadamente
por las calles de vuelta a su casa, noventa, noventa y una, contando las
grietas. Era todavía de noche cuando llegó a la puerta.
Recobró el aliento. Sin encender la luz, sirvió un
poco de zumo de grosellas en un vaso y un tercio de la botella. Se sentó y
bebió despacio, sintiendo cómo el alcohol la reconfortaba a medida que calaba
en su cuerpo. Se echó a llorar, de alivio por no haber muerto. Se sirvió otro
tercio de la botella con un poco de zumo, y entre trago y trago recostaba la
cabeza en la mesa.
Después de la segunda copa se sentía mejor, y fue al
lavadero y metió la colada en la lavadora. Se llevó la botella al cuarto de
baño. Se duchó y se peinó, se puso ropa limpia. Diez minutos más. Comprobó que
la puerta estaba cerrada, se sentó el váter y se terminó el vodka. Con esos últimos
tragos no solo se puso a tono, sino que se sintió ligeramente ebria.
Pasó la colada de la lavadora a la secadora. Estaba batiendo
el concentrado de naranja para preparar zumo cuando Joel entró en la cocina,
restregándose los ojos.
-No tengo calcetines, ni camisa.
-Hola, cariño. Toma unos cereales. Cuando termines
de desayunar y ducharte, la ropa estará seca – le sirvió un vaso de zumo, y
otro a Nicholas, que estaba callado en silencio junto a la puerta.
-¿Dónde demonios has conseguido licor? – la empujó
al pasar y se sirvió cereales. Trece años. Era más alto que ella.
-¿Podrías devolverme la cartera y las llaves del
coche?- le preguntó.
-La cartera sí. Te daré las llaves cuando vea que
estás bien.
-Estoy bien. Mañana volveré al trabajo.
-Ya no eres capaz de dejarlo sin ir al hospital,
mamá.
-Me pondré bien. Por favor, no te preocupes. Tengo
todo el día para recuperarme – fue a echar un vistazo a la ropa de la
secadora-. Las camisas están secas – le dijo a Joel-. A los calcetines les falta
diez minutos, más o menos.
-No puedo esperar. Me los pondré mojados.
-Sus hijos se fueron a buscar los libros y las
mochilas, se despidieron con un beso y se marcharon. Ella se quedó en la
ventana y los vio bajar la calle hacia la parada del autobús. Esperó hasta que
el autobús los recogió u desapareció por Telegrah Avenue. Entonces salió, fue
directa a la licorería de la esquina. Ya había abierto.
Lucia Berlin. 2016. Manual para mujeres de la
limpieza. Alfaguara ediciones, 173- 176.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario