Fotografía: Luis Poirot. |
Por Gonzalo Schwenke
De Nicanor Parra podemos hablar de lo grande que es.
De su paso por el INBA, donde fue parte de una gran generación de intelectuales
junto a Luis Oyarzún. Podemos decir que colaboró con sus hermanos/as para que
vinieran a la ciudad, que instó a Violeta Parra para que versificara en décimas
autobiográficas, que a Roberto le compró la guitarra, etc. Podemos admirarnos
de lo lejos que llegó en sus estudios cuando realizó el posgrado en física en
Brown University en 1943 y, luego, en 1949 los estudios de cosmología en
Oxford. Entre 1972 y 1994, fue profesor de la Facultad de Ciencias Físicas y
Matemáticas de la Universidad de Chile. Podemos hablar del respeto que
inspiraba en los alumnos que asistían a sus clases durante la dictadura.
Podemos recordar la polémica desatada cuando le dieron el Premio Nacional de
Literatura de 1969 y de la posterior controversia del té con la señora Nixon.
Podemos referirnos a la instalación “El Pago de Chile” en el Centro Cultural
Palacio La Moneda, donde aparecían colgados los presidentes del país. Podemos
hablar de lo graciosos que se veían los militares recitando el poema “El hombre
imaginario” para el centenario del autor, especular sobre por qué nunca obtuvo
el Nobel o de las motivaciones de Cristóbal “Tololo” Ugarte para recuperar los
cuadernos antes de la muerte del abuelo.
Lo cierto es que para hablar de Nicanor Parra hay que
remitirse a la tradición literaria de finales del siglo XIX. A la luz del
modernismo, la poesía estaba dominada por una búsqueda de perfección de forma y
fondo, con una marcada preocupación por la métrica, la musicalidad y la rima.
Pensemos, por ejemplo, en Rubén Darío y Gabriela Mistral. Luego, las vanguardias
posteriores rompen con el siglo anterior al subjetivizar la producción
literaria (de ahí que el objetivismo se acabara hace mucho tiempo), poniendo en
tensión los presupuestos sobre los que descansaba el trabajo poético. En ese
sentido, no olvidar que el arte es el acto creativo de representar el tiempo
que uno vive y problematizar los discursos canonizados o normalizados. Sin
esto, es meramente reproducción de discursos ya instalados, una desidia
contemporánea. Podemos seguir discutiendo sobre este periodo, pero lo que me
interesa fundamentalmente es enunciar algunos tópicos.
Una verdadera valoración del legado artístico de
Nicanor Parra implica ir más allá de la reproducción infinita de un poema como
“El hombre imaginario” y ver los cruces entre poesía popular y poesía culta.
Parra asimila el habla campesina, los dichos y el humor popular, para luego
utilizar estos materiales en su poesía. El académico Iván Carrasco (2002)
señala que “la antipoesía ha logrado conformar un tipo de discurso que ha transgredido
todas las normas y convenciones de la lírica convencional”, configurando otro
texto poético de carácter satírico. La sátira en lo popular no guarda directa
relación, pero su mediana cercanía, con el humor mediocre de programa de
televisión; por el contrario, la literatura parriana está vinculada a los
ditirambos (aquellos textos literarios griegos en honor al dios del vino) al
tiempo que se relaciona con la tradición popular y los carnavales medievales.
Niall Binns (2014) afirma que desde la publicación de Poemas & Antipoemas en 1954, “gran parte de la poesía
hispanoamericana ha asimilado las posibilidades expresivas del lenguaje
coloquial y la ironía, practicadas y reivindicadas en el libro de Parra”. (13)
Tanto Poemas
& Antipoemas como Obra gruesa
(1969) colocan al antipoeta en el centro de la discusión cuando Neruda seguía
siendo el gran referente literario y era apoyado por el Partido Comunista,
colectividad en tanto que autodenominarse «los representantes del pueblo»,
constituía una élite que estaba escasamente en contacto con el pueblo chileno,
su cultura y, fundamentalmente, su lengua. En cambio, ese trabajo con lo
popular sí lo puede realizar la familia Parra, principalmente de la mano de
Violeta, a quien le debemos no sólo sus canciones, sino la investigación
musical que llevó a cabo en el Chile más profundo para rescatar sonidos que no
habían tenido cabida en los grandes salones. En ese sentido, un disco como “Los
cantos campesinos”, por dar un ejemplo, da cuenta de la religiosidad popular.
Roberto Parra, por su parte, se imbuye en Valparaíso de los «choros del
puerto», para luego grabar junto a Ángel Parra “Las cuecas del tío Roberto” en
1972. Finalmente, el hermano menor, Óscar Parra, conocido como el Tony
Canarito, se convierte en artista circense y se dedica al humor picaresco con
rancheras o cuecas.
Sobre el fallecido poeta, la crítica Patricia Espinosa
afirma que su obra valiosa llega hasta Los
sermones del Cristo del Elqui (1977). No obstante la valoración que se haga
de su obra más reciente, el aporte de Parra es fundamental pues resignifica los
códigos de la cultura popular, lo pop y la alta cultura; además de acercar al
lector a los poemas, a una poética donde la poesía está inscrita en lo
cotidiano, alejada de toda altisonancia.
Sólo queda esperar que Parra no sea fetichizado y que
dejemos de lamentarnos majaderamente porque no le dieron el Nobel. El valor
literario excede por mucho más allá que un premio.