Por
Gonzalo Schwenke
El
roto (1920) es un documento
de carácter naturalista, de observación y de compasión humana, que ha surgido
como un reflejo del sadismo y de la crueldad nacional, donde hay que evaluar el
momento histórico de dicha evaluación porque esta perspectiva se instala desde
la lacra de la sociedad, en la miseria tanto física como moral de sus
personajes. En este caso, el narrador nos introduce en la lección del robo callejero.
“Los niños no son agentes activos en la
historia adulta”, es lo que señala el historiador Gabriel Salazar en su libro
Ser niño “huacho” en la historia de
Chile (siglo XIX). Lo anterior da pie a un tema de relevancia tanto nacional
como latinoamericano, y que se aboca principalmente, a la conformación de
nuestra identidad nacional y a la valoración o no, del sujeto infantil ante los
ojos del historiador. La acepción se transforma en realidad si analizamos la
novela de Joaquín Edwards Bello, ya que los niños son parte de un todo, viven
del robo y rondan el prostíbulo famoso llamado La Gloria. Estos niños que
aparecen en la novela no tienen mayor educación de que la calle enseña, la
viveza o el pillaje.
“Los chiquillos eran tres, igualmente sucios, de
casposas pelambres, con pulseras de mugre en las piernas. Uno era débil y
contrahecho, le llamaban Pata de Jaiva
por tener los dedos de los pies abiertos y puntiagudos: otro, como de quince
años, con costras en la cabeza, picado de viruelas; y por último uno chico,
bien proporcionado, de facciones regulares, pero con la expresión torva y todas
las marcas del vicio precoz.” (Edwards Bello, Joaquín 2007: 6)
Desde el punto de vista historiográfico,
hemos conocido de los testimonios y documentos que en torno a la realidad nacional
y latinoamericana se han escrito[1]. En este sentido, el
concepto de identidad ha permitido describir y dimensionar el actuar de
determinadas sociedades, considerando sus vivencias y sus momentos más
importantes. Su construcción ha dependido mayoritariamente de una conciencia
política e histórica, pero siempre considerando la visión del adulto y lo que
éstos han fabricado a lo largo del tiempo.
Haciendo un breve recorrido en torno a la
construcción de nuestra identidad tanto nacional como latinoamericana, podemos
señalar que ésta tiene sus raíces en procesos sociales, políticos y culturales
que han marcado algún grado de pauta. Señalo aquí, una serie de momentos
históricos ampliamente compartidos y en cierta forma, homogéneos: La conquista,
el periodo de la colonización, la independencia, la época de las dictaduras (y
que se sucedieron en forma igualitaria para toda América Latina), etc. Eventos
que han servido para, posteriormente, explicar la conformación y la cosmogonía
de una sociedad en particular. Siempre, eso sí, sustentada bajo la mirada de lo
que han hecho y construido los adultos y lo que la misma historiografía ha
escrito de ellos.
Un claro ejemplo de lo preliminar, es la
construcción de la identidad nacional mestiza, tanto masculina como femenina,
desde una perspectiva simbólica: el Marianismo. Sonia Montecino (2007) se
refiere a la imagen de la mujer y la del hombre latinoamericano, influenciada
en gran parte, por la confrontación entre dominador y dominado en época de la Conquista. La mujer indígena,
la ciudadana devota y pobre, llena de esperanzas a realizar ha de verse
ampliamente identificada con la figura de la virgen María.
“En efecto, la niña de
la vida en Chile, es un caso aparte. Algunas ocultaban sus nombres verdaderos y
habían huido de su tierra para no manchar a la familia. Soportaban sin emoción
la caída como soportarían en adelante los golpes y ultrajes, sin inmutarse, con
el fatalismo indígena, hijo de la guerra apasionada de la conquista, la semiesclavitud
de las encomiendas, los terremotos, inundaciones y saqueos. En sus rasgos
llevaban impresa la historia violenta de la conquista y sumisión” (Edwards
Bello, Joaquín 2007: 10)
Esto en el sentido que ha de criar a un
hijo en completa soledad. El español, en su calidad de dominador, toma a la
indígena como parte de su propiedad. De esta unión nace el niño “huacho”,
principal sujeto que describe al hombre latinoamericano. Será un niño criado en
completo abandono y que conllevará a ciertos patrones identitarios:
“La noción de huacho
que se desprende de este modelo de identidad, de ser hijo o hija ilegítimos,
gravitará en nuestras sociedades- por lo menos los datos para Chile así parecen
indicarlo- hasta nuestros días. El problema de la ilegitimidad/ bastardía,
atraviesa el orden social chileno transformándose en una ‘marca’ del sujeto en
la historia nacional, estigma que continúa vigente en los códigos civiles”
(Montecino, Sonia 2007: 50)
Es así como considerando la imagen de
este “huacho”, se desprende un modelo de identidad. Una teoría que por lo
demás, se sustenta a partir de un momento histórico y cultural que marca
considerablemente la realidad de un país y de un territorio latinoamericano.
Sin embargo, hasta aquí no hay sino un
intento de ensamblar una identidad ampliada de género: lo masculino y lo
femenino. El niño que es abandonado, es quien luego crece con la conciencia de
haber nacido en la ilegitimidad, aún así, el discurso historiográfico excluye
la voz de ese huacho, omitiendo lo que piensa y siente respecto de ese duro
porvenir.
Para
el caso de Chile, el “huacho” ha de transformarse en ese símbolo identitario que
para Salazar, se hace necesario rescatar. Esta ausencia, percibida en primera
instancia como la ilegitimidad, es también símbolo de lo in-nombrado. El autor
habla del drama de ese niño huacho y de cómo la historia pasa ante sus ojos sin
ser considerada por nadie. Para Salazar, este aspecto se evidencia en la
historia escrita. El historiador ha trabajado ignorando tanto la sensibilidad
como el accionar de la población infantil, apreciando solamente a la masa
adulta, como principales agentes sociales. Por otro lado, y haciendo hincapié
en la óptica infantil, la historia también pareciera serles ajena. Lo que se
escribe y se ha escrito, no es sino el intento por retratar una realidad
inentendible o alejada de su mundo. Su cultura a partir de esa infancia, se
sitúa en un polo completamente enajenado y diferente al del universo adulto e
historiográfico. El autor además señala que “hacer historia de niños es, sobre
todo, una cuestión de piel, de solidaridad, de convivencia, de ser uno mismo,
más que de métodos y teorías. Se trata de `sentir´ la humanidad propia y
convivir el ´sentir´ de esos niños.” (Salazar 2006: 92). Hay aquí un evidente
llamado de atención, pues la historia del niño, a partir de la óptica del
historiador, no ha sido lo sufrientemente contemplada y bien tratada.
Y
en justificación de ese universo infantil que no ha tenido cabida en la
conformación de la identidad nacional, también señala que (…) La densa realidad social, cultural y
política que satura la identidad de los padres tiende a ser filtrada por éstos, para exprimirles lo
que debiera captar la pupila del niño, para dejar caer sobre él, gota a gota,
la esencia pedagógica de esa
realidad. (pág. 131)
Desde
esta perspectiva, la identidad nacional se torna más compleja de definir y
delimitar. Tal como lo señala este autor, la historiografía debería ampliar ese
campo de observaciones y ver hasta qué punto, el universo infantil aporta a la
conformación de esta identidad ya más genérica.
Ahora
bien, para adentrarse en el trabajo del historiador, habrá que considerar,
probablemente, la ideología que éste proyecta, y por qué no, el grado de
imaginación y conciencia en cuanto a los hechos relatados. A este punto,
menciono el aporte de Benjamín Subercaseaux (1999), quién se refiere al modo en
cómo es tratado el concepto de identidad, desde el punto de vista imaginario.
El autor señala que hay quienes han manejado la idea de identidades culturales
o nacionales como:
“algo carente de
sustancia, como identidades meramente imaginarias o discursivas, como objetos
creados por la manera en que la gente, y sobre todo, los intelectuales y los
historiadores, hablan de ellos (…) Para los autores que sostienen esta postura
de tinte postmoderno, la identidad es una construcción lingüístico-intelectual
que adquiere la forma de un relato, en el cual se establecen acontecimientos
fundadores (…) Los libros escolares, los museos, los rituales cívico-militares
y los discursos políticos son los dispositivos
con que se formula la identidad de cada nación y se consagra su retórica
narrativa” (Subercaseaux, Benjamín 1999: 44-45).
De
lo anterior, se concluye que para algunos, la identidad es una elaboración
simbólica e intelectual. Y viéndolo desde esta perspectiva, también podría
agregar que la tradición juega un rol esencial, en el sentido que se ha
mantenido un carácter selectivo y muy limítrofe de información. Ningún libro de
historia de Chile, ha basado su estudio netamente en la población infantil. El
niño no es percibido como un sujeto, y se presenta, más bien, como un ser
invisible y ajeno.
En
tal caso, puede que esta invisibilidad, radique en ese temor o en ese pasado
histórico recargado de olvido y lejanía. El “huacho” de algún modo, significa
esa marca ausente que se manifiesta no sólo como representante de lo masculino,
sino además como un problema, una búsqueda incesante al reconocimiento y a la
posición activa en esa retórica narrativa.
En
cuanto a ¿por qué se hace necesario revalorar la mirada y la posición del niño en
la noción de identidad? Evidentemente, la necesidad radica en que los niños son
el futuro, el porvenir y la nueva forma de vida. La exclusión de ese grupo es a
la vez, excluir una verdad, un sentido ético de nacionalidad, una viva
conciencia. La educación por su parte, debe comprometer a ese grupo en la
acción de un país y viceversa. Y el historiador en tanto, debe llenar ese
vacío.
Ahora
bien, desde la óptica del niño y tratando un poco de expresar su visión de
mundo, esa identidad, debería reflejar en cierta forma, una serie de rasgos
compartidos con los otros niños del país. Como también clarificar, de qué forma
la infancia vive su alteridad con la sociedad adulta y con la historia escrita.
¿Se sentirá identificado con aquella realidad nacional, muchas veces estudiada
en la asignatura de historia o tal vez, vista en algún noticiero? ¿Cómo
percibirá el discurso político de esos líderes nacionales? ¿Les llamará la
atención? ¿Todos los niños sentirán el peso de la historia de la misma manera o
vivirán en el completo limbo?
Anteriormente,
señalé el rol de la educación para tal caso. Ciertamente, el papel de la
escuela y la forma de enseñar y de percibir la sicología infantil, influirán en
gran medida, para que ese niño sea valorado y se valore como chileno. Aspecto
que podrá notarse en la literatura leída, en los juegos, en la familia que le
rodea, en los amigos, y por qué no decirlo, también en lo que recibe de los
Medios de Comunicación. Por ejemplo, si un niño crece escuchando lecturas
basadas en el entorno geográfico de nuestro país, con personajes típicos de
nuestra idiosincrasia, es probable que cultive una conciencia más específica de
lo que significa ser chileno. Al contrario de otro niño, que crezca viendo
seriales de televisión extranjeras. O en el caso de los niños pertenecientes a sectores
más populares, educados en establecimientos municipales, con múltiples
problemas familiares (hacinamiento, drogadicción familiar, abandono), en contraposición
al niño nacido con mejores comodidades y una mayor variedad de oportunidades,
quienes son educados en Colegios privados y sectorizados, así también de una
solvencia para sustentar estas posibilidades.
Claramente,
aquí puede llegar a percibirse una diferencia en cuanto a la apreciación de esa
identidad, sin embargo, ni siquiera está la tentativa por dilucidar ese
fenómeno. La infancia es subestimada e ignorada y poco se hace por describirla.
Hasta el momento, el intento por revalorar esa imagen del niño a partir del
“huacho”, (para Salazar) ha sido uno de
los pocos momentos de análisis y reflexión. Interrogantes tales como, de qué
manera vivieron los niños, por ejemplo, sucesos como la Independencia o el
Golpe de Estado, o los testimonios ocultos tras el ensamblaje adulto, son los
que han servido de motor a esta búsqueda que poco se ha notado. Sin embargo, el
cuestionamiento está y la necesidad aún sigue vigente. Por el momento, no queda
más que continuar escudriñando la historia de los adultos. Los niños, tendrán
que seguir en la espera constante de esa extraña y aún vaga forma, de retratar
nuestra identidad.
BIBLIOGRAFÍA:
·
EDWARDS BELLO, Joaquín.
2007. “El roto”. Ed. Universitaria. Santiago, Chile.
·
MONTECINO, Sonia. 2007.
Madres y huachos. Alegorías del mestizaje chileno. Cuarta edición ampliada y
actualizada. Ediciones Catalonia. Santiago. Chile.
· SALAZAR, Gabriel. 2006.
Ser niño “huacho” en la historia de Chile (siglo XIX). Ediciones LOM. Santiago.
Chile.
·
SUBERCASEAUX, Benjamín.
1999. Chile o una historia loca. LOM ediciones. Santiago, Chile.
[1] Véase los cuentos: “El
matadero” de Esteban Echeverría y “El
niño proletario” de Osvaldo Lamborghini, entre otros.-
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