Es un tibio sábado de agosto; hay fútbol en el Estadio
Nacional. Falta una hora para que comience el cotejo. En el metro Pudahuel
aparecen algunos hinchas con la camiseta del equipo. En el vagón veo a dos
muchachas sentadas que conversan sobre el equipo. En la esquina dos hinchas
sentados, y otros dos más revisando el celular para conocer la alineación
titular que acaba de ser confirmada. En la radio, los periodistas analizan cómo
llegan ambos al encuentro y pronostican las posibilidades de uno y otro. En
otra radio, los reporteros cubren las impresiones de los hinchas, divididos
sobre si desean o no que el técnico se vaya; también hay quienes simplemente
apoyan y otros que disfrutan de la previa en familia.
A medida que avanzamos por las estaciones los vagones se van
llenando. Algunos vienen con su lata de cerveza escondida entre las ropas, las
comparten en el tren antes de que en la entrada del estadio sean revisados por
guardias y carabineros.
Antes de asistir al partido compré la entrada en la tienda
asignada: sector Andes. Comprar galería para el sector de la barra “Los de
Abajo” significaba un esfuerzo que la distancia para retirar las entradas en
días laborales que no me permitió. Asimismo, en horas previas le pregunté a un
hincha por redes sociales sobre el protocolo de entrada, la seguridad, y si
eventualmente roban a la gente. Esto debido al estigma que emana desde la
televisión y las políticas de “Estadio Seguro”, donde se reafirma la idea de
que los encuentros deportivos se han convertido en un lugar para la
delincuencia, donde reina la violencia y atenta contra el público que al que va
dirigido el espectáculo, la familia. Dichos mensajes han traído como
consecuencia que la cantidad de público que asiste a ver el espectáculo sea
cada vez menor y ha llenado a la población de prejuicios sobre el deporte más
popular en el país.
La estación donde nos bajamos supone el inicio del encuentro
con forofos que van en la misma dirección y con ansias de ver al equipo; así
también, comienzan los cánticos y los aplausos. Hasta aquí todo tranquilo, es
un día de fiesta; además, hay tranquilidad y mucha alegría popular que se
evidencia cuando pasa un bus lleno de hinchas cantando y golpeando las
ventanas, mientras que la gente de a pie avanza en grupos, algunos tomando
cerveza, otros fumando, muchos en familia, con la novia y con los niños durante
el mes de agosto. Los vendedores ambulantes, a su vez, ofrecen banderines,
comida, gorros, poleras, bufandas, etc. Me compro una bufanda a mil pesos que
hago combinar con la camiseta roja del “Superman” Vargas que utilizaba allá por
1992. Es la primera vez que asisto al coliseo más importante de Chile. Lleno de
ansiedad le pregunto a un hincha por dónde es la entrada Andes: él me señala el
lugar, pero finalmente no entro a aquella localidad sino a galería.
Afuera hay un tumulto. Una voz dice algo: “se solicita a
todos los hinchas que lleven en la mano el carnet y la entrada para hacer más
fácil la entrada.” Hay quince filas desarmadas, familias esperando, hinchas que
se cuelan, silbatina generalizada porque el partido comenzó a jugarse. Luego de
pasar esta etapa, viene la revisión por parte de guardias contratados para que
los hinchas no ingresen elementos contundentes. Tal es el nivel de seguridad
que me quitarán el lápiz pasta negro que lo necesitaba para tomar apuntes en la
galería.
A lo lejos, se escucha el himno de la “U”. Voces jóvenes
gritan “C-H-I”, le responden “L-E”, “chi-chi-chi-le-le-le: Universidad de
Chile”, para luego emerger de los altoparlantes la voz del quillotano Jaime
Aranda Farías, la histórica voz del Romántico Viajero. Imposible no
acordarse de la escena de la película La Frontera, donde un profesor relegado
en una isla del sur durante la dictadura, comparte con su hijo el amor por el
equipo, cantándole “ser un romántico viajero y el sendero continuar”.
Los hinchas corren hacia las graderías porque el partido
comenzó. Le pregunto a un guardia de peto amarillo de qué manera entro a sector
Andes, pero tarde me doy cuenta de que me manda a galería. Le pregunto a un
joven de peto rojo que me indica en sentido contrario. Con tal confusión, decido
subir a galería. Nadie revisa las entradas pese a que hay guardias de peto amarillo
indicando que entremos. A las puertas, el bombo retumba en todo el sector,
coordinando el aliento de la barra. Subo emocionado, intento encontrar una
ubicación, los hinchas están cantando, salen los lienzos, los pitos de
marihuana. Las luces del gramado están encendidas, comienza a oscurecerse y
hacia las montañas cubiertas de nieve se observa la alerta amarilla: el grado
de polución que se confunde con el cielo rojizo anunciando un día soleado para
mañana.
El partido es plano. La “U” basa su ataque en la capacidad de
recuperar el balón, que pierde porque los jugadores no se encuentran en la
cancha. Los extremos utilizan el manual: desborde por derecha/izquierda y
centro atrás o centro a la cabeza, pero ninguno de sus envíos sirve para abrir
el marcador. El “10” azul no aparece ni colabora, el “5” no distribuye el balón
ni los tiempos (cuando está parada en media cancha, es la defensa la que
realiza ese trabajo), no hay tiros de media distancia, y sin llegadas de
peligro nos vamos al descanso. Enseguida, el entrenador azul los mira, apoya a
sus dirigidos, recorre el sector designado, contempla el piso y piensa en el
desempeño del equipo. No da ninguna indicación. A pesar del mal juego, el
bombo, que está a dos galerías de donde me encuentro, dirige los ritmos y el
sector sur alienta: familias cantando, señoras y abuelitas, también padres
venidos del trabajo junto a sus hijos y jóvenes. Mujeres y hombres animan al
equipo. La tranquilidad y la paciencia sólo durarán el primer tiempo.
Pasan por las gradas vendedores de bebidas y maniseros que
venden su unidad a mil pesos. Veo algunos hinchas con la revista “La Magia
Azul”: la portada está dedicada a la Copa Libertadores 1996, cuando la “U” se
enfrentó a River Plate y el árbitro no pitó una clara falta del arquero de la
franja al “Huevo” Valencia. Otros, en tanto, conversan en el entretiempo o van
al baño, salen de la grada.
En el inicio del segundo tiempo, “el equipo mágico” como lo
llama el programa radial “La magia azul”, ataca hacia el sector sur donde se encuentra
la barra. El letrero marcador sólo hace lo suyo, no da el tiempo reglamentario,
y utilizar la radio no es una opción pues se pierde la emoción de estar allí
entre la gente que canta. Entrado en el partido, el 7 azul desborda, centra
atrás, y uno de los centrales anota el 1-0 parcial para la “U”. Locura total en
la hinchada. Pero tras cartón, a los cinco minutos, Antofagasta logra la
igualdad. A partir de ahí, en la parcialidad cunde el fastidio al ver que el
equipo no varía su juego parsimonioso e insípido. El arquero rival ha recibido
solamente dos llegada. A pesar de todo, la galería continúa cantando, y con más
ahínco si la “U” rodea el área contraria. En este momento sólo importa el
equipo. Aquí su eterno rival no existe, no se menciona. Además, falta mucho
para el clásico del semestre.
Finalmente, el juez central toca su silbato, los jugadores
dejan de correr y se reúnen en el centro del campo. Desde mi sector nadie se
va, no se mueve nadie. En Pacífico lateral sur y marquesina veo algunos que se
comenzaron a retirar desde cinco minutos antes que finalizara el partido. El
primero en volver al camarín es el técnico: entra solo, no mira a la grada,
pero se lleva una rechifla generalizada. El hastío es total. Hace mucho tiempo
que el equipo no juega a nada con distintos entrenadores y no hay mejoría. Pese
a ello, el público espera al equipo, ellos se agrupan y antes de irse a
camarines, levantan los brazos en señal de agradecimiento; sin embargo la
decepción es absoluta.
El próximo domingo la
barra otra vez en el codo sur apoyando al equipo sin pensar que hace tiempo
estamos jugando en la medianía de la tabla. Con los lienzos, el bombo, los
rollos de papel, la alegría y el aliento en las buenas y en las malas es de la
barra, que espera que el equipo mágico vuelva a salir a la cancha.
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