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Quercún
Sergio
Mansilla (Achao, 1958)
Libros
del taller Ediciones, 2019, 158 páginas.
Los talleres literarios son oportunidades para hacer
comunidad y compartir perspectivas sobre literatura. En Castro de 1975, emergió
una de las actividades culturales más importantes durante la dictadura y que
tiempo después, abasteció a Valdivia. Según el relato de Carlos Trujillo, el
taller Aumen partió tras una conversación con Renato Cárdenas, quienes
compartían salón en el Liceo Coeducacional. En aquel lugar, el autor comenzó a
desarrollar las primeras tareas literarias siendo estudiante.
Aquel taller que duró poco más de una década, tiene
entre su historial uno de los hechos más resonantes: la detención del narrador
José Donoso y su esposa, María Pilar en enero de 1985. El Comité de Defensa del
Pueblo (CODEPU) realizó una manifestación pública en relación a profesores
exonerados de liceos municipales. Los afectados pertenecían al gremio y a los
talleres literarios Aumen y Chaicura. Las detenciones de veinticuatro intelectuales
bajo el precepto de realizar “reuniones políticas contra el Gobierno militar”
tomó altos ribetes generando un gran escándalo internacional debido al arresto
de Donoso. Pero esa es otra historia.
En el poemario Changüitad
(2016), la poética de Sergio Mansilla explora el regreso al lugar de origen,
colocando a disposición los recuerdos y el desarraigo como elementos
transversales. Un largo tránsito sobre las identidades, los despojos y la
búsqueda por generar luces de ese pasado. En el intertanto apareció Ventanas empañadas (2018), volumen con
una voz introspectiva que relaciona la escritura, los dolores y el tránsito
hacia la muerte.
La reciente publicación de Quercún (2019), es la continuación del primer libro mencionado.
Esta propuesta se amplía en cuatro grandes secciones: “Aires de familia”, “Pan
de Mella”, “En la frontera de tres mundos y “Epílogo de música”. En cada uno de
ellos, la prosa poética está marcada por la nostalgia, intentando armar el
rompecabezas familiar mediante la oralidad convertida en literatura, utilizando
elementos concretos como los libros de historia que hacen referencia a la zona
chilota a modo de respaldo, la gastronomía isleña y la cultura de la radio AM que
transmite rancheras en los campos del sur, entre otros.
En la primera parte de 72 páginas, el hablante
confluye el recuerdo de los difuntos que transitan por la memoria. Estas proyecciones
familiares están basadas en diálogos de personas mayores que estuvieron
presentes en un lapso de tiempo en presencia del emisor: “La tía Hilda, dos
años mayor que mi padre, me contó una vez…” (29), o “hasta que mi madre le
dijo…” (29). Así, se evidencia un entretejido del presente y las voces del
pasado para componer trozos sobre los parientes ausentes. De modo que, el hablante
escarba en las rememoraciones para mostrarnos otras realidades del sur, donde
la relación con el paisaje sigue siendo primordial en las comunidades: “Día de
verano, febrero a fines. Cosecha de trigo en un rastrojo que daba a la playa de
Changüitad. (35)”, “Es verano. Va con su padre a buscar hojas secas de radal al
monte de los radales, en Changüitad (50)”, y “Partimos al amanecer mi padre y
yo. El barco cabeceaba somnoliento junto al muelle (…) Lo he hecho muchas
veces, el viaje es bravo pero son un par de días no más” (57). En el volumen, se
despliega la vida cotidiana de un pasado calmo que no volverá, en añoranza, que
son formas de resistencias frente a las zonas de explotación y sacrificio que
están cubiertas de palabras pragmáticas entendistas como subterfugios de progreso
y desarrollo.
En la segunda sección de 44 páginas, la cocina no es
un mero trámite como se cree, es una forma de hacer comunidad y cultura, es
decir, se produce un gusto estético por lo que la tierra te permite
usufructuar. En este caso, el poeta nombra, instruye sobre recetas y se relatan
situaciones con chicharrones, chichas de manzanas, panqueques fritos de
choritos con chalotas, chopón, las múltiples posibilidades del chuño, pan de
leche, harina de trigo, harina mestiza, harina de papa, papas con color, las
cochipoñis, cazuela de cholgas con repollo, luchicán, ajos chilotes, nalcas en
la quebrada, los milcaos, almud de papas, los huilquemes, quilmahues con
tortillas al rescoldo, mella, chicha caliente con manzanilla, pulmay o curanto
en olla, morcillas ahumadas de cerdo, cazuela de cabeza de cordero con arveja y
luche. Cocinar sobre piedra o cocer al rescoldo. ¿Quién es el transmisor de la
gastronomía chilota? Lo femenino está ausente puesto que la señora Torres trabaja
con tejidos de lana, la hermana señala por correo los preparativos para que la
cabeza de cordero quede a buena cocción. Hacia el final del capítulo, la existencia
difuminada de la madre es quien da las instrucciones sobre preparativos
culinarios: “Este Año Nuevo, madre, prepararé un asado de cordero al horno. Tú
te sientas aquí, junto a la estufa, me hablas, me explicas, me vas indicando lo
que tengo que hacer…” (123) Si bien, esta compañía maternal que da las
instrucciones está mediatizada por la voz masculina, no hay un escenario donde
aparecen las abuelas y las madres que dominan estos espacios en la sección. Sin
embargo, la transmisión de la norma y lo religioso sí está representado por lo
femenino: “si te portas mal, me decía mi madre, Dios te va a castigar” (71).
Por otro lado, se presenta un discurso prosaico que
invita a las personas iletradas y populares del campo a estar en conversación
con la literatura clásica y europea como Shakespeare, Safo, Dante o Virgilio.
Los que, a su vez, se relacionan con el trabajo artesanal, las costumbres campestres
de Chiloé que están enmarcadas por un espacio de tiempo-histórico: “El luche
solía crecer sobre las piedras del bordemar, pero sobre todo en los restos de
los árboles que el terremoto de mayo de 1960, y el maremoto que le siguió, convirtió
en criaturas marinas. ¡Checho, anda a buscar luche, para hacer un luchicán!”
(99). Gesto similar al poemario “rotología del poroto” de Pablo de Rokha. En
ese largo poemario, el hablante trepa por Chile, enumerando y describiendo los
distintos platos de porotos, las texturas, sabores, ingredientes y las formas
de prepararlo en cocinerías públicas o quintas de recreos, las que dominaron en
el siglo XX para alimentar a la clase trabajadora y popular de las ciudades: “Son
famosos e ilustres comidos fiambres en ciudades lluviosas, cuando los tejados
de Junio y Julio lagrimean la madrugada, y está crugiendo el navío del invierno
como el pantalón de un Dios apuñalado trágicamente, después de haber saboreado
aquella gran chupilca democrática del parroquiano...” De Rokha politiza y pone
en alta validez este tipo de gastronomía chilena despreciada por las clases
acomodadas.
Hacia la tercera parte que consta de 24 páginas, está focalizada
en la autoficción del hablante entre lo que realiza y lo que no pudo hacer. Este
homo viator, la voz se encuentra incómodo en la actualidad, derrotado y que
existe para evocar la ciudad de la infancia. En esta parte, las últimas nieblas
conceden el estado de ensoñación del hablante: “siento dolor, pero eso no prueba
que esté vivo” (137).
Finalmente, en “Epílogo de música”, que consta de 9
páginas los poemas están vinculados a partir de rancheras como el “Paso del
norte” en versión de Antonio Aguilar, “canción mixteca” en versión de Miguel
Aceves Mejía, “las gaviotas” en versión de Chayito Valdez, y “la rosa de oro”
en versión de Cuco Sánchez.
En el sentido náutico, Quercún o hacer quercún, como
señala la contratapa es resguardarse del mal tiempo en un lugar protegido. Para
esta obra, Mansilla exprime la estética de su memoria, un largo camino trazado,
devenido en los destierros y las ausencias del hablante quien busca guarecerse en
la infancia antes que domine el olvido.
Gonzalo Schwenke
Profesor y crítico literario.
Valdivia, 2019.
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