Matadero
Franklin
Simón Soto
(Santiago, 1981)
Planeta
ediciones, 2018, 325 páginas.
Matadero Franklin (2018) es la primera novela de Simón Soto, quien no
hace mucho sacó cuentos bien trabajados: cielo negro (2011) y la pesadilla del
mundo (2015). También, trabajado realizando guiones para telenovelas y para
este volumen, ha desarrollado una investigación sobre parte de la historia del
barrio que derivó en una adaptación para tv.
La historia novelada comienza con el responso de la
madre de Mario Leiva, popularmente conocido como el Cabro Carrera. En el
funeral de la madre del protagonista se cantan y se come. Allí se encuentra con
el Lobo Mardones, un hombre de gran respeto en el barrio, líder de cuadrilla en
el matadero y con quien entabla un escuálido diálogo, pero lleno de códigos
silenciosos. Este encuentro que supone el primer capítulo apenas tiene
relevancia, a diferencia del momento cuando es molido a palos por el equipo del
comisario Negrete tras la delación del cojo Contreras.
Mientras tanto, nos encontramos con Torcuato Cisternas
un jugador empedernido, que pierde su plata y el de su hermana en las apuestas
ilegales del Club Hípico. Para solucionar este asunto, acude al Lobo Mardones
para solicitarle quinientos pesos de la época, con el fin de irse a Argentina. Quince
años después se verán las caras en circunstancias sumamente opuestas, lo que
generará un choque entre el bienhechor y la incipiente mafia de Cisternas.
Que la novela tenga tres grandes partes, divididos en
capítulos menores justifica la cantidad de personajes que emplea. Esta construcción
aleatoria permite que el contenido tenga mayor fluidez, ya que desarrolla acontecimientos,
sin darle mayor trasfondo narrativo a los sujetos. Ante esta ausencia, la
novela se llena de cuadros costumbristas y descripciones corpóreas que tienen
la intención de buscar el arraigo identitario nacional: “Torcuato necesita
escuchar una buena cueca, dijeron, una cuequita gritada como solo saben hacerlo
los guapos, los hombres rudos, los gallos bravos, de trabajo, que alimentan su
espíritu de la cueca, al igual que él, que pese a no haberla escuchado como
corresponde hace tiempo, la ha mantenido viva en su corazón, en su alma, porque
la cueca, les dice Torcuato a sus invitados, suena en el alma, en todo momento,
y en La picá del Negro Jorquera se entonan versos sobre cuadrinos, sobre el
viejo barrio Matadero, sobre la gloria de maleantes desaparecidos, sobre el
dolor y el amor de mujeres que no pueden corresponderles a los hombres que las
aman, pese a amarlos ellas también.” (82).
De lo anterior, se hace patente una verborrea
empalagosa que carece de la porosidad que el realismo social sí evidencia en los
grandes escritores. Es decir, el narrador omnisciente está de visita por el
barrio, porque la intención literaria no es ahondar en las características de
los protagonistas, sino generar fascinación a través de los retratos tradicionales
de un Chile republicano.
De qué sirve acomodarse en la novela decimonónica en
este siglo XXI, si se repiten las apreciaciones de un tiempo antiguo. No por
nada, se busca este revival cultural, representado en esta cita: “una cuequita
gritada como solo saben hacerlo los guapos, los hombres rudos, los gallos
bravos”, favorece la omisión de que la banda folclórica integrada por mujeres,
como “las capitalinas”, sean incapaces de cantar cuecas bravas porque no
satisface a estos tipos rudos y audaces.
El gran problema de esta novela, es que si la lees en
voz alta, los párrafos más extensos no tienen puntos de descanso hasta el
quinto o sexto renglón. Por consiguiente, la coma se utiliza sin pudor. Dicha
confusión se extiende cuando la redundancia es un arte continuo por la falta de
herramientas literarias: “Son las seis de la madrugada y están desde las dos
trabajando duro (…) en el Matadero las distintas cuadrillas trabajan duro para
lograr (…) (36)”. Asimismo, existe la extravagancia de emplear los nombres
propios en varios turnos, en vez intercalar con los pronominales o la
sustitución léxica como para variar un poco: “El Lobo Mardones se acerca al
Cabro y le extiende la mano. El Cabro levanta la suya y el Lobo se estrecha con
fuerza. Así se saludan los hombres grandes, piensa el Cabro (18)”. En este
sentido, la elección del narrador omnisciente restringe las dinámicas de estas
figuras, y esta forma de contar las historias pertenece al oficio de guionista,
porque en aquel campo, no tienen que ampliar el relato, sino que dirigir y
visualizar las acciones que los actores interpretan. Asunto que, en esta
novela, se presenta fuertemente en reemplazo de la habilidad del proceso de
escritura.
Finalmente, Matadero
Franklin es una pésima novela con uno que otro punto destacable, pero que
cae en su propia trampa, puesto que la decisión de reciclar lo decimonónico, de
utilizar un lenguaje carente de técnica y de personajes cándidos.
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