El Cristo Gitano, 2016
Nicolás Cruz Valdivieso (1981)
Emergencia Narrativa Ediciones.
230 páginas.
Por Gonzalo Schwenke (1989).
Las políticas de la postdictadura como el consenso
para asegurar la estabilidad de la democracia y establecer los alcances de la
justicia a través de las instituciones han derivado en la memoria rígida y
oficial, mientras que la memoria subterránea ha sido relegada, pero cada cierto
tiempo pone en crisis los discursos para exigir Verdad y Justicia. De dichas
políticas gubernamentales han promovido una sociedad individualista y liquidada
por el consumo del mercado neoliberal.
El Cristo gitano (2016)
de Nicolás Cruz Valdivieso, relata la historia de Ezequiel, un niño huérfano y
líder de la banda de alumnos en el colegio —“Los narices negras”—, educado por
los curas católicos en un internado alrededor de 1940. Posteriormente, huye
después de castrar a un compañero, y debe sobrevivir en la ciudad de la manera
más precaria y cruda. Aquí bien podría hacerse el paralelo con las primeras
páginas de la novela El roto, de Joaquín Edwards Bello, por la
miseria y la necesidad de los niños que deben robar para subsistir en la urbe.
De esta manera, el protagonista vivirá en el cementerio gitano (aledaño al
Cementerio General) donde la población lo reconoce como el Cristo porque en el
cuaderno llamado “Archivo de las almas” describe las almas de quienes van a
morir en aquel lugar. Este mismo objeto permitirá que los agentes de la
dictadura lo lleven al centro de tortura Villa Raulí, donde Ezequiel conocerá
al despreciable Búho, delator y torturador que esconde un pasado que los une.
En los diez capítulos y 230 páginas de El Cristo gitano,
se conjugan el realismo sucio y el hiperrealismo. El narrador testigo actúa
como cronista, para elaborar un relato donde nada está de adorno. Aquí están
presentes los acontecimientos, en imágenes concretas y breves, sin mayores
descripciones, o el diálogo directo para otorgar un alto grado de verosimilitud
a los hechos más horrendos.
Por otro lado, la violencia y la orfandad de Ezequiel, desde la
enseñanza en el Internado Católico de la Nación hasta el placer por la tortura
en Villa Raulí, son parte de la temática del dolor que cruza todo el volumen.
Estos dos aspectos se desarrollan sin faramallas mortuorias y donde el morbo
alcanza un alto nivel político, ya que ante la negación constante o las
formalidades respetuosas en torno a la memoria, el autor expone en dos
capítulos continuos —“Los árboles enfermos” y “El artista de la desgracia”— los
métodos de tortura, donde se produce la sororidad de las prisioneras más
experimentadas hacia las nuevas: “Deben pelear por neutralizar las voces que el
dolor y la humillación siembran en sus mentes. Tapar con aullidos las voces de
los torturadores y las propias voces que van quebrando el espíritu,
hundiéndolas en la culpa, el asco y la autocompasión (124)”. El diálogo y el
afecto se hacen imprescindibles en estos escenarios cruentos. De este modo, la
resistencia va tomando color en medio del horror y los métodos más duros de
tortura, como la violación, quemar la piel, la utilización de perros y ratones para
romper órganos genitales y electrocutar en áreas blandas a mujeres.
Esta novela instala la idea de que Chile es un largo territorio
lleno de cuerpos que fueron violentados de manera sistemática. Luego, subyacen
los distintos dilemas y complejidades de las circunstancias en el campo del
horror: la delación de la flaca Alejandra después de pasar por la tortura, la
necesidad de exhibir el morbo mortuorio para comprobar los hechos, el robo de
guaguas a los perseguidos para ser adoctrinadas. Toda esta estructura del dolor
no tiene como fin buscar una solución o una escritura catártica, sino
evidenciar la definitiva derrota de los sacrificados y reflexionar sobre el
pasado.
El ahogamiento, la dependencia, la humillación, coartan cualquier
ápice de libertad o de justicia: “Al primero lo acribillaron por la espalda,
después de obligarlo a correr. El segundo tenía problemas mentales y lo mataron
a punta de culatazos por no poder estar con las manos atrás del cuerpo y la
frente apoyada contra la pared, como un soldado le ordenaba (77).” Así, el
silencio y el recuerdo de las sensaciones más cálidas de los prisioneros son
parte de esta resistencia al operativo sistemático de aniquilar al enemigo.
El protagonista se hace fundamental dentro de Villa Raulí. No solo
es un personaje, es la interpelación a la sociedad chilena traumatizada y
liquidada: “‘No puedes olvidar’, se repite, con el corazón inflamado,
concentrado en grabar cada una de las letras, unir ficha y cara, cara y ficha,
hasta que sean una sola cosa en la hoja en blanco de su mente (…) ‘¿Qué será de
ellos si olvidas?’, se repite Ezequiel” (78). El acto de recordar permite un
sitio de encuentro frente a cuerpos cercenados, mutilados y desaparecidos. Por
lo que los sobrevivientes son aquella parte del sentido que el pasado contiene
y los testimonios son parte de la historia nacional que se hace presente todos
los días.
El Cristo gitano,
construido en terrenos de la ficción, la historia y la memoria, presenta una
voz cronista que subvierte los discursos institucionales, colocando en relieve
el origen del trauma y las complejidades de la derrota durante la dictadura.
Nicolás Cruz Valdivieso no se instala en la numerología de la economía pujante,
sino en la causa del trauma, en el imaginario social que actualmente está
tapado por luces de neón y crédito para comprar el pan.
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