(El presente texto fue leído en contexto de la Cartografía
de Narradoras Latinoamericanas del Nuevo Milenio (2019) realizado en
dependencias del Instituto de Estética de la PUC).
Los viajes, los
exilios, los ritos fúnebres y el contexto histórico de un continente
revolucionario, que deviene en dictaduras financiadas por los Estados Unidos,
desarrollan un tipo de identidad en permanente conflicto. De modo que, las
memorias de los hijos e hijas se despliegan
desde lo personal, lo cotidiano y en parte, al sentido de la autoficción, ya
que ponen en cuestión el rol de los padres ante el desmembramiento familiar
durante las dictaduras cívico-militar en el cono sur. Hay que recordar que el
plan Cóndor era una alianza estratégica para rastrear, torturar y aniquilar
cuerpos para hacerlos desaparecer.
En este marco histórico, tal como sucede con el 18 de
octubre reciente, nadie podrá volver a la normalidad mientras exista el nivel
de violencia y represión de Estado, aunque la sociedad sea diezmada, las
personas no estén militando o no participen de las barricadas. La convulsión
fue y está siendo adoptada en nuestras realidades diarias.
¿Sabes quién eres? ¿Cómo abordas la herencia de tus
padres y familiares? ¿Cómo te han relatado los años de la dictadura chilena? ¿Pueden los mundos ficticios reparar el daño
de la dictadura? Estas preguntas están desplegadas en un conjunto de escritores
y escritoras nacidos entre los años 1967 y 1983 y publicadas en la última
década.
Tal
como aparece en algunas obras de la narrativa chilena contemporánea de la
última década: La Resta (2015) de Alia Trabucco, los protagonistas de
treinta años y con una infancia en común, deben cumplir con los funerales de la
madre de Paloma: Ingrid Aguirre, exiliada y parte de la resistencia durante la
dictadura. Ellos deben abordar la herencia de sus predecesores y darle sentido
a este presente. En El brujo (2016) de Álvaro Bisama, el hijo arregla
cuentas con su padre, quien trabajaba como reportero gráfico en las calles de
Santiago durante el ochenta, lo que le valió ser perseguido y torturado por
agentes del Estado tras la publicación de fotografías comprometedoras. Por lo
que abandona al hijo y se radica en Chiloé. En El Sistema del Tacto (2018) de Alejandra Costamagna, la historia
comienza con la voz de Agustín, quien le entrega tres libros de terror a una
pequeña Ania. Con una narrativa hábil y dinámica donde priman las melancolías y
silencios, la protagonista debe reemplazar al padre en un viaje a Campana, en
la provincia de Buenos Aires, para cumplir con los funerales del primo. Ella,
acepta asistir no solo por la precariedad en que se encuentra, sino que, Ania
creció en aquella localidad donde era un punto de encuentro de los Coletti y la
inmigración italiana, y que se encuentra en un proceso de declive.
En
la novela anterior, Álbum familiar (2016) de Sara Bertrand (1970), se
relata la infancia de niños privilegiados que crecen bajo la dictadura.
Mientras los adultos buscan olvidar, silenciar y sobrevivir, los niños
reaccionan contra la normativa de la dictadura: la formación inicial, el cantar
el himno nacional o la vigilancia militar. Así la protagonista Elena, ahonda en
los recuerdos buscando respuestas sobre ese ambiente de dolores y miedos en el
que fue creciendo.
Mientras
que Afuera (2019), la narradora construye la voz de Lili, quien aparece
a dos voces: el acontecer como el recuerdo de la infancia y el presente siendo adulta.
El primero en su proceso de niñez y que observa a la parentela relacionarse en
un espacio que está llena de inocencia e incomodidades, y el segundo, es
recorrer estos procesos de crecimiento, pero desde una perspectiva crítica o
dolorosa, comprendiendo las formas de relaciones de los padres en un contexto
histórico determinante. Los capítulos desarrollan la memoria histórica familiar
y que aparecen confrontados en la experiencia de la protagonista, por lo que
dicha temática aparece con múltiples costumbres, por un lado, con fervor y
altas energías, y por el otro con silencios y fracturas. Así, para sobrellevar
el quiebre familiar debe concebir una realidad autovalidada: “Me fabriqué una
versión. Cuando me preguntaban sobre mi madre, mentía. Sobre mi padre, mentía.
Mentía tanto que en poco tiempo recreé nuestra historia entera” (42).
Así
lo señala Marianne Hirsch en La
generación de la posmemoria. Escritura y cultura visual después del Holocausto
(2012): “El término “posmemoria” describe la relación de la “generación de
después” con el trauma personal, colectivo y cultural de la generación
anterior, es decir, su relación con las experiencias que “recuerdan” a través
de los relatos, imágenes y comportamientos en medio de los que crecieron” (19).
De lo anterior, hay un proceso de quiebre, emergiendo la figura de la hija
desobediente que crece de manera dócil, pero ante la confusión de lo que se
dice dentro de la familia, realiza un viaje por su pasado haciendo énfasis en
los silencios que se contraponen con las historias y memorias colectivas que
viven los años de la dictadura.
En Michael Pollak, en Memoria, olvido y silencio (2006) señala que la
memoria se inserta en las sociedades a través de las tradiciones gastronómicas,
arquitectónicas, costumbres, etc. Las que se van erigiendo y catalogando para
después ser reforzadas mediante rituales que posibilitan concebir identidades.
Afortunadamente, la memoria no es un elemento estable o duradero, sino que
también es un campo de lucha que la ultra derecha y las instituciones quieren
cooptar. Los monumentos son los recipientes para guardar y vaciar la memoria,
porque se la reduce para controlar y estabilizar los discursos de la memoria en
discordancia. Ante esto y la contingencia, es necesario resaltar las resonantes
caídas de bustos y estatuas de los discursos hegemónicos como la de la ciudad
de Valdivia, donde manifestantes arrancaron el busto de
Pedro de Valdivia que estaba ubicada en la plaza Pedro de Valdivia y que es
colgada por el Puente Pedro de Valdivia al río Valdivia en la ciudad de
Valdivia.
Hirsch diferencia dos tipos de posmemorias. La primera
es la posmemoria familiar y que refiere a la identificación de la hija y
los padres de manera intergeneracional, en relaciones verticales, los que
predominan dentro del ámbito familiar. La segunda es, la posmemoria
afiliativa y apunta a la identificación intrageneracional y horizontal
entre los hijos y sus compañeros de generaciones, quienes relacionando hechos
similares de los marcos históricos transmiten, median y hacen memorias para
producir sus obras.
La académica Patricia Espinosa en política de la posmemoria en la narrativa chilena (2019), caracteriza como posmemoria
de la confrontación, a un conjunto de obras del ámbito nacional que
despliegan su literatura sobre sus padres, dentro de un marco dictatorial
político, económico y/o social heredado. Este enfrentamiento parental, puede
omitir a los desaparecidos por el Terrorismo de Estado en el marco del estudio
de la posmemoria. Estas escrituras nacionales no pretenden atacar a las
estructuras que gobiernan, sino investigar y realizar un proceso o un viaje de
filiación o afiliación familiar. Es decir, la crítica literaria afirma que “las
novelas constatan la responsabilidad de los padres en la crisis familiar y sus
efectos en el presente caótico de los sujetos que narran”.
En
aquellos capítulos de la niñez, se desarrollan ampliamente con momentos
emotivos como cuando el padre llevó un chancho y un pollito a la casa: “Mi papá
trajo a Salvat el mismo fin de semana que llegó Rocky (…) Rocky y Salvat hacían
todo juntos, menos dormir, porque Salvat prefería meterse entre los balones de
gas y Rocky, detrás de la lavadora” (21). La convivencia con su mejor amigo
Lucas hasta que tuvo que cambiarse de casa debido al suicidio del hermano de
este: “Luc era, sin duda, mi mejor amigo, mi igual. Nos ayudábamos en las
tareas y molestábamos a mis hermanos” (35). Asimismo, aquellas secciones donde
habla de las relaciones de sus padres con los abuelos, donde era igual de problemática:
“Mi padre no habla de su padre, igual que mi abuelo N°1 no habla del suyo.
Porfiadamente sostuvieron una cadena de resentimientos” (39). De igual forma,
los conflictos entre Lili y su madre: “Me inquietaban los secretos de mi madre,
como si fuera la única que soñara una salida al infierno de ollas, ropa sucia y
calcetines perdidos. La odiaba por eso. Su vida privada, sus retrasos, sus
olvidos” (51). O la difícil educación sexual en la que debía lidiar por los
resquemores de los vecinos, porque era la única mujer entre tanto niño donde
solían verla como andar en bicicleta, al ring-ring raja o jugar a la pelota,
juegos mayormente masculinos: “Ellos se sacaban sus camisetas después década
partido, a mí me avergonzaba sacarme el polerón. Mi cuerpo se había vuelto un
recipiente movedizo de forma incierta” (77).
Podríamos hacer un paralelo con la narrativa de
Alejandra Costamagna, puesto que en el sistema del tacto (2019) esta
hábil obra desarrolla en Ania el sentido de pertenencia y de búsqueda de su
identidad. Puesto que, la protagonista debe viajar a Campana, en la provincia
de Buenos Aires para representar al padre quien no desea presenciar la agonía
del primo. Por lo que ella acepta viajar y reconoce materialidades que su
infancia forjó en aquella localidad junto a la inmigración Coletti en
Argentina.
La función de la hija
se centrará en la recopilación, construcción, estructuración e interpretación
de una narrativa del pasado que dialogue con su presente. Según Hirsch: “[…]
estas experiencias les fueron transmitidas tan profunda y afectivamente que parece
constituir sus propios recuerdos. La conexión de la posmemoria con el pasado
está, por tanto, mediada no solamente por el recuerdo, sino por un investimento
imaginativo, creativo, y de proyección” (ibíd.).
Si bien, no apela a
materialidades que la hagan evocar recuerdos, la novela parte con la cercana
relación que tiene Lili con la agonía de la abuela: “Todo llega. La carne es
triste. Una mañana especialmente soleada mi abuela se sumergió como si
compitiera por tocar el fondo de una piscina, sus latidos se hicieron apenas
perceptibles; su pulso, una débil señal que desapareció poco a poco” (10). Mientras
su presente está sumida en una realidad opaca,
la adultez se desenvuelve en una realidad ficcional grisácea y de poco
convencimiento en su quehacer. Es necesario mencionar que ambas obras fueron
publicadas en el 2019, inician su rememoración a partir del fallecimiento de un
familiar cercano.
Los
silenciamientos, las negaciones y las ausencias en la separación de los padres forman
parte de transmisiones que Lili asume sin mediar reflexión, por lo que es
lógico que no realice una resignificación de las experiencias transmitidas por
parte de los padres. Sí lo hace en una etapa posterior. Por esto, al estar en
otra generación que creció bajo la dictadura, pero que el texto prácticamente
no lo aborda concretamente, recibe estos conocimientos y experiencias desde
otra perspectiva, abordándolo desde otro enfoque, donde esas aristas que
revisitan el pasado es un proceso abierto que genera diversos significados. De
modo que, cuando Lili adulta se identifica con la niña reconoce la memoria
histórica familiar, produciendo un alejamiento respecto de sus relatos, en
tanto ella le da un significado propio y particular.
Ese pasado que desaparece no representa una situación
lejana, sino que es un cuerpo, un relato modificable, donde habita la
incomodidad, aislamientos y problemáticas familiares. Por este motivo, se
evidencia la insistencia de contrastar el pasado y el presente bajo una
estructura de doble faz, ya que Lili adulta está en un proceso de contrastar su
educación y lo que es. Es decir, el resentimiento hacia sus padres y la desconfianza ante la
representación de lo real generada por estos. Lili es la protagonista de la novela,
pero jamás de la historia del país ni, por ende, de sus padres.