Por Gonzalo Schwenke
Profesor y Crítico literario.
Las letras nacionales suelen tener una producción
restringida sobre la vida criminal y los bordes. Pese a existir una nueva
generación de escritores, algunos supuestos “herederos” contemporáneos no dan con
el ancho, ya que existe una ausencia de aventurarse o los planteamientos
carecen de sustancialidad literaria. En oposición a la escritura de sus
antecesores quienes se inmiscuían y ajustaban los hilos de la narración de aquel
mundo. Por esta razón El silencio de los
malditos (2018), emerge como una obra que cuestiona el determinismo y los
destinos de los protagonistas, con una voz que abre los recovecos más
degradantes de las personas insertas en el sistema carcelario chileno, pero
siempre con una mirada sensata ante la bestialidad, perversión humana y
ensañamiento con los cuerpos apresados.
En esta primera novela de Carlos Pinto (1959) el
narrador testigo encarna la figura del periodista de televisión, quien obtiene
la entrevista exclusiva en la Penitenciaría de Santiago, en tiempos en que se
debate sobre la pena de muerte. El culpable utiliza al periodista para contar
su verdad de los hechos: “respondo por mis actos, pero necesito que alguien
sepa cómo acontecieron los hechos, que se sepa mi verdad”, no obstante prohíbe el
ingreso de artefactos tecnológicos que puedan registrar el testimonio, así la
memoria ficcionaliza el relato conseguido, no siendo esta una biografía.
El culpable de violación y homicidio de un menor es
Eugenio Loyola. Un delincuente acostumbrado al robo y a la cárcel, asediado
desde la infancia por múltiples formas de violencia, amarrado a la condición
social y al trauma de la ausencia del padre debido a las consecuencias de la ley maldita (1946). Por lo que la
miseria y la deserción enmarcan a este sujeto en un fijo sector de nuestra
historia nacional.
La estructura del libro arranca in extrema res. El lector conoce el grueso del final, sin embargo desconoce
los orígenes de la violencia que están supeditadas a decisiones republicanas. Del
mismo modo, sabiendo que hay un final coherente con el género, no es sino,
hasta en los últimos capítulos en el que aparecen las causas y los hechos del
escabroso acontecimiento homicida.
Los procesos históricos consistentes en reducir las
libertades individuales y colectivas provocan que los sectores más precarios
como vendedores ambulantes, mendigos, las casas de putas y los conventillos se
vean envueltos y excluidos socialmente. Así pues, se presenta la ley maldita dictada
por González Videla, quien no soportando las presiones del partido comunista,
los censura, convirtiéndolos en opositores y encarcelándolos. De modo que, el
presidente del sindicato de una barraca maderera, Félix Montesinos y René Loyola,
comunista creyente, caen presos siendo llevados a campos de concentración en
Pisagua, siendo torturados y humillados por los militares. La detención de este
último frente a los ojos de su hijo menor, Eugenio. Entonces, la imagen de cómo
se llevan a su padre en la parte de atrás de la Studebaker del 41 quedará en el
inconsciente del infante. Muchos años después la escena se repetirá. Es la
dictadura militar y los adherentes civiles quienes realizan la misma actividad
de represión pero sistematizado orgánicamente en distintos niveles: la misión
es ubicar, apresar, torturar, delatar, asesinar y desaparecer para limpiar el
país de una supuesta guerra.
En 384 páginas lo relevante no es el hecho
principal, sino las microhistorias de los personajes aleatorios que transitan
tanto en la marginalidad como en sectores acomodados. El dominio de estos
relatos posibilita que el narrador entre y salga con agilidad del relato,
cumpliendo con el denominado thriller pero también con el realismo social. Igualmente,
en este volumen solo hace falta el humo característico del programa “mea culpa”
para exponer el caso de Cupertino Andaur.
Los personajes secundarios se despliegan en la vida de
Loyola, los que están distribuidos en los veintiocho capítulos que lo componen:
el cardiólogo para la tortura Agustín Vergara, los auxiliares enfermeros Luis
Méndez y Juan Báez, el amor de la madre soltera, Margarita. Nada hacía presagiar
que las secciones de personajes episódicos como el encuentro entre el senador
Allende y el teniente Pinochet en Pisagua, el trágico capítulo del Padre
Anselmo Olivares o detenciones de militantes opositores a la dictadura ubicados
en casas de seguridad desnivelarían este libro. Si bien, es información para
dar realce a lo que está sucediendo en el entorno, este solo están en tercer
orden y es parte del discurso autoral que fortalece la idea de que las existencias
son cíclicas. La que corresponde al regreso de Eugenio a la cárcel. Este ingresa
al módulo de los presos políticos de izquierda quienes lo ayudan a salir de su
analfabetismo permitiéndole darle sentido a su vida, meses previos a la fuga de
los subversivos con el dictador en el poder.
Para que los lectores puedan comprender la narración
aborda los intereses y la vida privada del protagonista, los desvelos analizando
su situación dentro de la cárcel, los pesares amorosos, los vicios, las angustias
iniciales y finales, siendo fundamental la escasa relación con la familia: su
madre en el hospital y sus hermanos Vladimir y Manuel, o con sus parejas, particularmente
con Margarita.
A pesar de concluir el desenlace con premura, diversos
elementos referidos a las definiciones, al ambiente de los bajos estratos que
cruzan el Chile del siglo XX, las marcas textuales y el contexto sobre las
motivaciones del protagonista para consumar el delito, hacen de esta novela sea
una pieza crítica del funcionamiento de las instituciones y su rol en la sociedad.
El silencio de
los malditos (2018). Carlos Pinto,
Ediciones Suma, 2018, 384 páginas.
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