El
sistema del tacto.
Alejandra
Costamagna (Santiago, 1970)
Anagrama
ediciones, 2018, 183 páginas.
¿Sabes quién eres? ¿Cómo abordas la
herencia de tus padres y familiares? En la narrativa chilena reciente, los
viajes, los exilios, los ritos fúnebres y el contexto histórico tienen lugar en
la construcción de las identidades. Estas memorias de los hijos se despliegan
desde lo personal, lo cotidiano y en parte, al sentido de la autoficción, ya
que ponen en cuestión el rol de los padres ante el desmembramiento familiar
durante la dictadura cívico-militar en Chile. En La Resta (2015) de Alia Trabucco, los protagonistas de treinta años
y con una infancia en común, deben cumplir con los funerales de la madre de
Paloma: Ingrid Aguirre, exiliada y parte de la resistencia durante la
dictadura. Ellos deben abordar la herencia de sus predecesores y darle sentido
a este presente. En El brujo (2016)
de Álvaro Bisama, el hijo arregla cuentas con su padre, quien trabajaba como
reportero gráfico en las calles de Santiago durante el ochenta, lo que le valió
ser perseguido y torturado por agentes del Estado tras la publicación de
fotografías comprometedoras. Por lo que abandona al hijo y se radica en Chiloé.
En Álbum familiar (2016) de Sara
Bertrand, se relata la infancia de ciertos niños privilegiados que crecen bajo
la dictadura. Mientras los adultos buscan olvidar, silenciar y sobrevivir, los
niños reaccionan a la normativa de la dictadura: la formación inicial, el
cantar el himno nacional o la vigilancia militar. Así la protagonista Elena, ahonda
en los recuerdos buscando respuestas sobre ese ambiente de dolores y miedos en
el que fue creciendo. Por último, en la película La Frontera (1991), el relato está focalizado en Ramiro, prisionero
político en el sur del país. Allí, se sucede el encuentro con el hijo. En él, observamos
el rostro de desamparo en el lugar y la relación con el padre, pero ambos los
une el recuerdo cuando iban al estadio cantando “ser un romántico viajero”.
En
El sistema del tacto (2018) la historia comienza con la voz de Agustín,
quien le entrega tres libros de terror a una pequeña Ania. En el presente, ella
debe viajar a Campana, en la provincia de Buenos Aires, en representación del
padre quien no desea presenciar la agonía del primo. Ella, acepta asistir no
solo por la precariedad en que se encuentra, sino que, Ania creció en aquella
localidad donde era un punto de encuentro de los Coletti y la inmigración
italiana.
Cada materialidad utilizada en el
libro evoca de acontecimientos personales y familiares. Estos dan veracidad al
proceso de remembranza experimentada. Intercalando los breves capítulos
aparecen ejercicios del curso de dactilografía, los defectos de la máquina de
escribir, la enciclopedia del mundo, el manual del inmigrante italiano, y
fotografías de la parentela los que vinculan realidad y ficción. Por otro lado,
los objetos producen múltiples recuerdos como las uvas de la mesa en el
cumpleaños del padre conectado al parrón de Campana, asimismo el origen de la
mala relación familiar de Ania con su madrastra y Javier con el padre. De igual
modo, la conexión de la Gran Enciclopedia del Mundo y los pájaros donde
rememora cuando subían a los árboles junto a su prima Claudia. Los viajes hacia
Argentina en Citroneta con el padre antes de la construcción del Paso
Internacional Los Libertadores. Así, Ania regresa al lugar placentero,
moviéndose sutilmente entre los hechos y los recuerdos conservados.
Las máscaras posibilitan sobrevivir
ante múltiples escenarios. Durante los funerales de Agustín, Ania es presentada
de la siguiente manera: “La hija del señor Coletti, el que se volvió chileno.
El campanense que un día huyó de su rincón y se instaló en ese país con nombre
de pimiento” (72). En dicha ocasión, es la oportunidad de actualizar los datos
sobre las descendencias de los italianos esparcidos, generar empatías afines y
obtener trozos de información sobre el padre. En tanto, ella continúa rememorando
en un estado de imaginación donde se confunde presente y pasado.
Las relaciones intertextuales están
por doquier. En el poema “hay un día feliz” de Nicanor Parra, el hablante alude
los momentos de su juventud sobre las calles donde transitaba y con un estado
de ánimo de añoranza. En esta novela se realiza un trayecto similar: “Al llegar
al banquito bajo el jacarandá, al lado del monumento, se detiene” (101), pero
la narración no tiene esa añoranza sino una nostalgia sobre el ocaso
irreversible del lugar. La presencia de los ancianos tomando mate, la fruta
opaca como se observa en esta cita: “frente a la casa de los abuelos, recoge
una naranja del suelo y las descascara. Le quedan las manos amargas, el fruto
es incomible. Lo deja ahí mismo, como un cadáver jugoso e inútil” (90). En este
sentido, si alguna vez Campana tuvo esplendor, este radica durante la infancia
de Ania, en la que pasaba meses jugando junto a Claudia y su cercana relación con
su tío Agustín. De manera que, Ania recuerda que “El pueblo está lleno de
italianos, el país está plagado de italianos.” (94). Sin embargo, en la
actualidad, los coetáneos están ausentes, ya sea muertos o radicados en otras
zonas. De esta forma, se menciona la novela Pánico
en el paraíso en un diálogo correspondiente sobre la extrañeza y soledad en
el camino de la protagonista: “El hombre y la mujer comprenden que la vida se
ha extinguido en este lugar y que ellos son los únicos sobrevivientes.
Comprenden, para más terror, que estos seres que los rodean son los espectros
de lo que alguna vez fueron” (106).
El
sistema del tacto
de Alejandra Costamagna presenta una narrativa hábil y dinámica donde priman las
melancolías y silencios, junto a herramientas que permiten vislumbrar algunos
claros en el declive familiar de los Coletti. Estos elementos buscan recuperar
algo de Ania ante las ausencias de Agustín, de Nélida y las desavenencias con
el padre. Ampliamente, estamos ante uno de los
mejores libros del año.
Gonzalo
Schwenke
Crítico
literario.
Valdivia,
2019
No hay comentarios.:
Publicar un comentario